Mi padre me dijo “tienes que leer a Knut Hamsun. Es uno de los mejores novelistas que he conocido”. Total, que me informé un poco sobre ese autor del que ni había oído hablar. Una vez más, la crítica confirmó que mi padre tiene buen gusto para la literatura. ¿Qué, has leído ya a Hamsun? —me preguntó en la larga sobremesa del cumpleaños de mi madre. Le gusta compartir sus pasiones y un padre nunca se jubila del todo del oficio de guiar a los hijos, ni renuncia tampoco a una cierta autoridad, por más que las diferencias se recorten en la edad adulta. De una madre ya ni hablamos. Hijo abrígate bien que hoy hace mucho frío. Y el niño tiene ya sesenta años. Como me esperaba su pregunta le solté a mi padre una respuesta que se daba un aire con la de un político al periodista afín, uno de esos que más preguntar les dan un pasecito para que se luzcan, marquen gol y caiga la primera ovación de la grada. Lo de Felipe II ya cansa un poco y nunca he sabido de dónde viene. ¿De la caza tal vez? Tuve que decirle que, sintiéndolo mucho, no iba a leer jamás nada escrito por el tal Knut Hamsun, que me negaba a leer a un tipo que había dado la bienvenida a la ocupación nazi de su país y le había regalado su Premio Nobel de Literatura nada menos que al monstruito de Goëbbels, el propagandista de Hitler. Cogí tanta carrerilla que si no me llego a frenar se me va un no es no, en esta crisis nadie se va a quedar atrás y hasta que somos una coalición de progreso. Me sentí teatrero y un poco payaso.
Mi padre no es de los que se rinden fácilmente y del cumple de mamá salí con la recomendación de leer a Thomas Mann. En concreto, “La Montaña Mágica” y “Los Buddenbrook”. ¡¿Que si quieres arroz, Catalina?! Mann me sonaba, claro, pero como sabía poco de él eché un ojo a su biografía y lo que se decía de su obra. El burgués de traje y corbata perpetuos, pañuelo impecable en el bolsillo de la solapa, botines de piqué, y padre de seis hijos de una única esposa hasta que la muerte nos separe, sentía una fortísima atracción por los jóvenes de su mismo sexo. Pocos dudaban de que Aschenbach -un maduro y cascado escritor, que es narrador y personaje principal de “Muerte en Venecia”-, que arde en deseo por el jovencísimo y bello Tadzio y se comporta ridículamente como un adolescente enamorado en secreto, tenía mucho del propio Mann. Un deseo que habría reprimido durante toda su vida con expresada nostalgia de la Grecia en que el amor homosexual entre un joven y un viejo no era un tabú -el “Fedro” de Sócrates. El deseo carnal de un viejo por los efebos me provocó reparos, un poco de asco incluso. Aparte, muchos decían que Mann era pomposo y muy pagado de sí mismo. Así que lo de leer a Mann quedó, como poco, aplazado.
Más o menos por esas mismas fechas, Yvette, mi profesora de francés, me habló de Céline y su “Viaje al Fin de la Noche”. Y cómo lo decía, Voyage-au-bout-la-nuit, madre mía, bajito, como un susurro y muy bien pronunciado. Sobre todo la nuit, sin té, muda. En su boquita de piñón el francés más que un idioma era un técnica de hipnosis, que te idiotizaba, como le pasaba al tal Aschenbcah con Tadzio, las cosas como son. ¿Cómo dices que se titula, Yvette? Y otra vez el mismo cosquilleo. Después de la breve recomendación, Yvette se despidió con un elegante movimiento de su mano, un levísimo y estiloso “waving” en inglés. En francés, ni idea. En el autobús de vuelta, tratando de aplacar una sucesión de imágenes de Yvette, todas gratas, salvo el beso con su novio, busqué en Internet al tal Céline, Louis-Ferdinand, para más señas. Había coincidencia general en que la novela era una pasada, pero el escritor… Racista furibundo, antisemita y filonazi.
Decepcionado con Céline cerré Chrome y, a la vieja usanza, llamé a mi novia, cuya voz, entre otras cosas, no tiene nada que envidiarle a Yvette, salvo que ella no pasa del bonjour, je m’apelle Laura, y con una pronunciación manifiestamente mejorable. Quería ir al cine, a ver una de Woody Allen. ¿Vamos a darle dinero a un tipo que se lió con su hijastra, aún menor de edad y cuarenta años menor que él? Traté de zafarme. Pero Laura tiene una mente de lo más ágil, sobre todo para detectar y recordar cualquiera de mis contradicciones o incoherencias, como suele decir. Pues la última que vimos en el cine era de Polanski y ya sabías que no puede pisar los EE.UU, porque está acusado de violación de una menor. A mi madre le has regalado una colección de CD’s de ópera de Plácido Domingo y Cervantes, tu admirado don Miguel de Cervantes y Saavedra, con el que tanto me braseas, fue encarcelado por sisar parte de los impuestos que recaudaba y se largó de Madrid por patas rumbos a Italia, después de haber dejado malherido, o más que eso, a un tipo en una reyerta. Vale, vale, te lo compro.
Así que esa noche, en la que Laura borró luego todo rastro de Yvette, vimos la de Woody Allen, como antes habíamos visto la de Roman Polanski. Su madre, pronto mi suegra, me ha dicho que escucha a su Plácido Domingo del alma a todas horas, digan lo que digan de él, que además no está probado y ella no se lo cree. Mi padre está contento de que me haya gustado tanto Knut Hamsun. También me gustó y mucho “la Montaña Mágica”, así que quiero seguir pronto con “Los Bruddenbrook”, otro tochazo. En cuanto a Céline y su aclamado “Voyage au bout de la nuit” (¡upps, se me escapó la té! Lo siento, añorada Yvette), resultó evidente que había sobrevalorado mi francés. Pero irá en la carta a los Reyes Magos, esta vez en español. Lástima que ya no podré hablar de la novela con Yvette. Rompió con el motero malote de chupa de cuero por el que se vino a Madrid y se ha vuelto a Nantes. Una de la clase dice que le han dicho que por ahí se dice que era un maltratador.
Aunque yo haya escogido el mal camino, sean bienaventurados los puros, los que criban y someten a escrutinio con sus rayos x de la moral, y sólo se tratan con sus iguales. Dios les tendrá que premiar de alguna manera por el rosario de renuncias (y denuncias) que se imponen (y tratan de imponer) por el bien de su conciencia (y la de todos los demás). Si en las redes se les ha ido la mano en su papel de “haters” tal vez una temporadita de purgatorio, premio diferido, toca esperar, pero premio a fin de cuentas.
Liberados del yugo del capitalismo, ya superfluo adjetivar el tiempo como libre y, más aún, desposeídos de sus teléfonos móviles, los elegidos podrán entretener la espera de la ceremonia de entrega purgando la laxa lista de los poco rigurosos ayudantes de Dios. Un micromachismo, una apropiación cultural, exceso de desplazamientos en coche; más grave aún, frecuentes viajes en avión, poco uso de la bicicleta, resabios de patriarcado, haber corrido en un encierro, meterse en el mar sin dejar que se haya secado bien el protector solar, pedir bolsas de plástico en el súper o, peor todavía, en el hipermercado, haber financiado con su dinero, de una u otra manera, a los impuros, qué sé yo. Algo habrá que evite que los más puros de entre los puros tengan que mezclarse con quienes podrían contaminarlos.
Y bienaventurados también los no tan puros. Alegraos y regocijaos porque aunque tal vez pongáis en riesgo vuestra recompensa en los cielos, grande es la que os llevaréis puesta de la tierra viviendo sin corsés, sin tantos escrúpulos ni remilgos, con espontaneidad, tratando de no juzgar en exceso y, sobre todo, porque leéis libros maravillosos, veis películas estupendas, escucháis música admirable sin que os frene que sus creadores sean o fueran así o asá, hayan hecho esto o aquello (o se diga que lo fueron o lo hicieron). Que os quiten lo bailao. Aparte, siempre será Dios quien tendrá la última palabra, por mucho que los enjuiciadores amateurs organicen campañas de concienciación y os monten escraches para que os echen de dondequiera que tan injustamente seáis acogidos.
- Amén.