Si
preguntáramos por la calle qué condiciones personales hacen falta
para triunfar en política, es probable que muchas personas
incluyesen entre ellas la falta de reparos para valerse de la mentira
y cierta destreza para el engaño y el disimulo. No pocos
mencionarían también que un político ha de tener el descaro
necesario para negar lo evidente y mostrarse imperturbable aunque lo
cacen en una contradicción manifiesta entre lo que dijo o prometió
antes y lo que dice o hace después, o la habilidad suficiente para
justificar las razones del viraje y presentarlas siempre como ajenas
a su voluntad y responsabilidad.
Muy
posiblemente saldría a relucir también la capacidad de esconder lo
que en verdad opina o proyecta hacer, velándolo tras una densa nube
de cháchara. Se consideraría una condición esencial para el éxito
que su discurso político transite siempre por una zona de seguridad,
que no rebase la linde del plácido terreno de las generalidades o
vaguedades y se recree en las intenciones u objetivos sobre cuya
bondad existe un consenso generalizado, esto es, que sus palabras no
comporten riesgo alguno, que no le comprometan a nada concreto, ni
generen tampoco oposición.
La
visión que los ciudadanos tienen de la política es tan descarnada
que muchos convendrían en que un político de éxito ha de
conducirse con arreglo a lo que Nicolás Maquiavelo dejó escrito en
una carta de 1521:
"Desde
hace un tiempo a esta parte, yo no digo nunca lo que creo, ni creo
nunca lo que digo, y si se me escapa alguna verdad de vez en cuando,
la escondo entre tantas mentiras, que es difícil reconocerla”.
Suprimirían, eso sí, la salvedad inicial, ya que acota la duración
de la falsedad.
Que
la mentira y el poder caminen cogidos de la mano en las dictaduras
parece natural, ya que el control de la información es consustancial
a ellas. Los dictadores cuentan con medios para presentar a la
población una realidad alternativa, acomodada a sus intereses, y
cuyo principal material constructivo es la mentira, la cual adopta
tanto la forma de ocultación de hechos, como de su invención. Se
genera así una imagen enteramente distorsionada de la realidad, que
suplanta a ésta. Además, si la falsedad llega a descubrirse o se
extiende la sospecha de ella, las consecuencias para el poder
establecido rara vez son graves, dada la mínima capacidad de
respuesta de los pueblos oprimidos por un dictador.
Es
notorio que la mentira tiende a multiplicarse. En su código genético
está grabado de forma indeleble el instinto de reproducción. El
riesgo de que una mentira sea descubierta, o su descubrimiento mismo,
se conjuran o contrarrestan, respectivamente, mediante otra mentira,
conformando una serie que tiende al infinito. Aun así, más
llamativa resulta sin duda la notable abundancia de mentiras en la
vida política de las democracias. Aunque con imperfecciones y en muy
distinto grado según los países, en ellas opera el derecho a la
libertad de expresión y suele haber cierta pluralidad informativa,
por lo que siempre hay alguna voz que pone en evidencia la mentira, y
esa voz tarde o temprano se corre. Por tanto, que la mentira política
prolifere también en las democracias no puede tener otra causa
última que la falta de reacción ante ella por parte de los
ciudadanos, una tácita admisión o tolerancia de la misma.
Esa
relativa aceptación de las mentiras de los políticos se debe, a mi
juicio, principalmente a tres causas. En primer lugar, hay un
componente ético. Bastantes personas consideran que mentir es
natural y hasta lícito, piensan que el logro de determinados
objetivos lo legitima, máxime si lo que está en juego es llegar al
poder o mantenerse en él ("el fin justifica los medios").
En segundo lugar, los ciudadanos quieren ilusionarse con algún
proyecto político, tener la esperanza de un futuro mejor, y en época
de elecciones adoptan una predisposición favorable a la credulidad.
Frecuentemente votan a los políticos que más y mayores promesas
hacen. Ese mecanismo de estímulo-respuesta, que anuda el voto a la
mentira en las democracias, es el germen de la mentira política por
excelencia: la promesa electoral incumplida. Por último, la
extensión y proliferación del uso de la mentira entre los políticos
de diverso signo conlleva que también aquellas personas a las que la
mentira les resulta éticamente reprobable, y hasta les indigna,
reaccionen escasamente ante ella. Participan de la resignada
convicción de que la sinceridad y el cumplimiento de la palabra dada
no tienen cabida en el vademécum de los políticos y que a ese
respecto "todos son iguales".
El
precipitado lógico de todo ello es que la
mentira seguirá abundando en la política, ya que mentir suele
salirle prácticamente gratis al político, y presenta por el
contrario claras ventajas, tanto para el logro del poder como para su
conservación.
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