(also known as, Otoño en Madrid)
En la terraza el aire húmedo de la
mañana se expande por mis pulmones y espabila mi rostro. Fumo lentamente y miro
en derredor. El cielo, con una tonalidad diferente entre el este y el oeste,
las formas, colores y actitudes caprichosas de las nubes -densas, tenues,
blancas, grises, quedas, viajeras-; las tonalidades de las hojas; la variedad
gozosa de los árboles – plátanos robustos, de corteza fina y moteada; olivos nudosos,
retorcidos, pequeños y sólidos a la par; altos cipreses, afilados y esbeltos, con forma de
plumero, de silueta impecable, recortada en el horizonte; languidez romántica
de sauces; las pequeñas hojas de color corinto oscuro de "esos otros" que mi verbo
urbanita, hecho de metro(politano), u-ese-bés, wifis y bluetoothes –or should I say
blueteeth? But who the hell chose that absurd name, a blue tooth?- no
sabe nombrar.
©Autor desconocido. Imagen tomada de www.fonditos.com |
Oigo el rasgado violento de una persiana que sube, abriéndose
a la luz de un nuevo día, como un poco antes lo haría el párpado de quien la acciona, a la niña de abajo que llama a su madre y veo a las aves volar, ora
batiendo enérgicas las alas, ora planeando plácidamente, como sin esfuerzo, con un algo como de juego y exhibicionismo o alarde; un vencejo de vuelo
elegante, una paloma silvestre, más pesada, pero que se posa en perfecta
maniobra sobre la rama de un sólido pino, cuyas hojas lucen en mitad del otoño
un verde incombustible y perenne, se diría que orgullosas ante el declive de sus
vecinos.
Las envidio, a las aves. Puedo nadar
y bucear como un pez, correr como una gacela, saltar como un saltamontes (o
casi); pero no puedo volar. Dentro de unas horas yo seré parte del cielo,
estaré metido en esa cápsula en la que cada semana recorro algo más de tres mil
kilómetros, y veré el mundo desde esa altura que lo convierte en maqueta, que da
a las cosas y a las personas su verdadera dimensión, de minucia en la
inmensidad de la Tierra y aun ésta liliputiense en lo magno de la galaxia y ésta,
a su vez, en la inmensidad inconcebible del Universo. ¿Pero cómo puede haber
personas que se crean importantes? ¡Hay que ser idiota! Somos menos que gotas
de agua en la inmensidad del Océano, menos que segundos en la eternidad del
tiempo.
Ahora la Tierra es de las aves, de la
vegetación y de las cosas, esos artificios del ingenio y la laboriosidad humana
que están ahí, inútiles en su espera, sin más utilidad que ser contempladas por
los ojos de algún madrugador o sirviendo de apoyo circunstancial a algún que
otro pájaro, en una espera inútil, aguardando
que en unas horas sus dueños y creadores se valgan de ellas, y les den una
apariencia de vida. Humanos, tan
ingeniosos y trabajadores, tan incapaces de dejar las cosas como están, siempre
transformándolas, ora erigiéndolas, ora derribándolas, impacientes, volubles, sin
dejar siquiera que sea el tiempo quien se encargue de esa labor. Un ingenio puesto,
por ejemplo, al servicio de algo en el fondo tan primario como esa piscina que
tengo delante. Encerrar agua en un hoyo estanco que se cava en la tierra y en
el que la gente se remoja cuando hace calor. Tan elemental como los hipopótamos
que buscan una charca en África.
A esta hora la Tierra es de ellos, de
las aves, de los árboles, de los gusanos y lombrices que no veo desde el
balcón, pero que sé están ahí, reptando sobre la tierra o moviéndose bajo ella,
del musgo que prolifera en la cara de umbría de piedras y troncos.
Casi todos los humanos dormitan aún
en su tregua de pereza dominical, y yo contemplo la belleza de ese otro mundo
anterior, de sus restos, más bien, mitad casuales o dados, mitad producto del
incansable homo faber, que se afana
en decorar su entorno con lo que su propia acción ha destruido previamente. Hace y deshace, deshace y hace, derriba y
levanta, y en esa dudosa acción, transcurren los setenta, ochenta o noventa
años que suele durar su existencia, inmerso en un señuelo de importancia, de
permanencia, de durabilidad, de capacidad de influir, modificar, enredado en
mil afanes y conflictos, cegado por una prisa ridícula que lo incapacita para
el sosiego, lo enerva e inquieta, una angustia o comezón por hacer más, más
deprisa, por estar en más sitios, loco por llenar su agenda más y más, en vez
de menos y mejor, corriendo presuroso, peleado con el reloj, su medida del
tiempo, sempiternamente escaso de él, rehén de su obsesión por medirlo todo;
tenso, ocupadísimo y frenético haciendo nada y camino de lo mismo. Y, lo que es
peor, quizás hostil y belicoso hacia otros compañeros de pasaje en el periplo
del absurdo.
Y recuerdo estos versos de JoséHierro (Madrid
1922-2002)[1]:
Grito «¡Todo!», y el eco
dice «¡Nada!».
Grito «¡Nada!», y el eco
dice «¡Todo!».
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[1] VIDA
A Paula Romero
Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.
Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!».
Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!».
Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada.
No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)
Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.
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Más
poemas de José Hierro (amediavoz.com)
Y por si te apetece un poético surfeo, Fundación Centro de Poesía José Hierro
2 comentarios:
Qué bonito. Tu texto es pura poesía
Gracias, BK. Poesía, poesía... ¡Ya quisiera yo! Para poesía la de Hierro. Ese poema me parece que encierra una sabiduría inmensa y también decepción; pero aceptada. ¡Qué se le va a hacer si no hay más cera que la que arde!
Entré en tu blog hace unos días, pero se me fue al limbo un largo comentario. Me pareció que señalabas el cielo y tus comentaristas miraban tu dedo.
Más que si el pasado fue o no mejor, si es o no mero embellecimiento retrospectivo, como advertían las coplas de Jorge Manrique, que es tema muy gastado ya, me interesó una idea muy borgiana y que me asalta con frecuencia. ¿Nos reconoceríamos en el que fuimos o nos veríamos a nosotros mismos como un ser extraño y hasta ridículo? ¿Congeniaríamos con nosotros mismos, con el que fuimos o habría rechazo e incompatibilidad?
Por último, y perdona el consejo, no te fuerces en los gustos. Llegan solos. Unas influencias llevan a otras y si te acostumbras a la compañía de lo bueno, lo demás, lo malo o no tan bueno, quedará arrumbado de modo natural.
David
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