Fotografía: Enrique Brossa |
Sábado 6:30 AM
Nubes dentro
de una nube. Hay un cielo raro. Hacia el Este se abre la paradoja del
claro, que a estas horas es oscuro, moteado de algunas nubes densas. Las peladas ramas
de los plátanos se yerguen verticales, muy apuntadas, como erecciones juveniles, y oscilan levemente. Se bambolean en lo alto los cipreses y uno, el más alejado,
se abre y se cierra desde dentro, como esas plantas que mece el mar y respiran por las hojas. Los soplidos del
viento agitan caprichosamente las altas y leves ramas, como cintas, de los
sauces. Suena un breve raspado, como de lija, sobre las placas granulosas que enmarcan la piscina. Algo que no consigo
identificar. Un claxon agresivo, que prejuicioso presumo alcohólico, suena a lo
lejos y enseguida se queda sin fuelle. El viento se calla, el viento ulula.
Copas estáticas, copas balanceadas. De entre la espesura de la redonda copa del
ancho pino brota un brusco ruido de aleteo, como de cópula o pelea o de ave que
lucha contra el viento. Serán las urracas. Las suelo ver en ese pino. No hay
luz en ninguna de las casas de los edificios que alcanza la vista.
En mi
dormitorio un repentino frotamiento eléctrico de telas, un espigado cuerpo, filiforme,
se voltea en la semioscuridad, tira bruscamente del edredón, se envuelve en él
y una densa cabellera rubia con brotes castaños cambia de lado sobre la almohada.
Otro cuerpo, más largo y más ancho, resta inmóvil, la cara hacia el techo, irregularmente
cubierto por una sábana. Acaba de ser desposeído de cobertura mediante un tirón,
pero no parece importarle. De momento. La batalla entre durmientes por el abrigo continuará, seguro, cuando me vaya. Silencioso, estiro la sábana sobre el
cuerpo grande y alzo el edredón hacia la cabecera del cuerpo pequeño. La cara
plácida y la tupida cabellera revuelta siguen inmóviles. A tientas y sigiloso
busco inútilmente los dichosos calcetines. Luego con el hilo de luz que extraigo
del baño. Están dentro de los zapatos de ayer. Esto es nuevo. Ni tirados en
cualquier rincón, ni en el cesto de la ropa. ¿Los pondría yo allí? Ni idea.
Sólo recuerdo que me dormí muy pronto, en el sofá, apenas comenzada la
película. Eso es lo que me provocan infinidad de películas: sueño. Mejor dicho,
lo afloran. Bajan mi guardia. La horizontal en el sofá y la cadera sobre la que
descanso mi cabeza rematan el mal trabajo de guionista y director. Los actores,
ahora recuerdo, también pusieron mucho de su parte. Dentro de un rato veré
amanecer. Así que no hay mal (cine) que por bien no venga. Y óscars que cuesta
mucho entender…
En el patio
suena de tarde en tarde el viento sacudiendo por unos segundos alguna sábana o
mantel, como vela o bandera que restalla. La ventana ha temblado. Los cristales
cruzados por una ola. Encaje imperfecto. Obra humana. Esa ráfaga me sirve de
acicate para posar la novela sobre la mesa de estudio junto a la invadida o
intercambiada cama. A ver qué día hace. La noche en realidad, pero uno sigue
aferrado a sus categorías, consigo mismo por centro del universo. Te levantas:
es el día.
Sábado 7:10 AM
Sigue sin haber
amanecido y voy a echar otro vistazo. Un aire limpio y frío, rebosante de humedad, y el
humo del tabaco se disputan, como espermatozoides en pos del óvulo, las
cavidades de mis pulmones. La eterna lucha entre el bien y
el mal, ambos presentes en nosotros, por los siglos de los siglos, amén.
Sábado 7:40 AM
Ahora el cielo
ya es azul, muy pálido. Hay finas nubes, manchas rosáceas, como de talco en
suspensión. Veo encenderse las primeras casas. El viento sopla, más constante, en
dirección Este. Apenas permite a los árboles volver a la posición de firmes. Dos
chasquidos metálicos hieren el aire. Un coche asciende la rampa y sus ruedas
atraviesan una rejilla metálica. Un pajarillo que suena sobre mí, en ángulo
muerto, sus breves patas apoyadas quizás sobre la baranda de la azotea, aprovecha
una breve tregua del viento para mostrarme cómo canta. Sí, me gusta tu música,
se te da bien.
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