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Hablemos del amanecer
—Qué día tan bonito hace hoy, ¿verdad? —preguntó Elena, reparando a la vez en lo luminosa que resultaba hoy la sala, inundada por la luz, que se filtraba a través de las dos hileras horizontales en lo alto. La blancura de las paredes, de las sillas, dispuestas en círculo, y la de su propia bata resaltaban la claridad.
Cada año llevaba peor el calor, pero salir de casa cuando ya era de día le hacía comenzar la jornada con mejor ánimo. Menuda diferencia, además, al salir del coche en el aparcamiento exterior. Hasta bien entrada la primavera, recibía como una bofetada el primer contacto. Hoy había sentido la caricia de la brisa matinal. Tal vez por ello decidió empezar hablando del amanecer, un tema neutro, nada conflictivo, un calentamiento para animar la participación de todo el grupo.
Cada año llevaba peor el calor, pero salir de casa cuando ya era de día le hacía comenzar la jornada con mejor ánimo. Menuda diferencia, además, al salir del coche en el aparcamiento exterior. Hasta bien entrada la primavera, recibía como una bofetada el primer contacto. Hoy había sentido la caricia de la brisa matinal. Tal vez por ello decidió empezar hablando del amanecer, un tema neutro, nada conflictivo, un calentamiento para animar la participación de todo el grupo.
— ¿Quién se anima a decirme qué le parece el
amanecer? —lanzó la pregunta, aunque de sobra sabía que la primera respuesta
provendría de Andrés y que se valdría del catecismo para ir pensándose la
respuesta.
—A mí el amanecer me parece… el
inicio, el principio de algo, de todo, del día, sobre todo.
—¡Bravo! ¡Brillante, Andrés, como
siempre! El amanecer es el principio del día. ¡Toma ya!—exclamó Fernando, siempre
dispuesto al sarcasmo.
—¡Cállate ya la boca, listillo!
—le gritó Jacinto, un robusto ex-policía nacional, de rostro sanguíneo, como su
temperamento. Lo que el juez calificó, con cierta laxitud, como “trastorno grave
del control de impulsos” se saldó con la fractura del tabique nasal, la
mandíbula y tres costillas de un detenido, y su inhabilitación profesional. Tuvo
suerte de que no lo mandaran a prisión, sino al centro psiquiátrico en el que
ahora disfrutaba de régimen abierto.
La doctora Elena Garmendia iba a
poner paz cuando de la silla situada a las tres, surgió una voz de mujer, muy
tenue. —El amanecer es el alivio, la salvación. Las sombras y los ruidos paran de
asustarme. Se van los monstruos de la noche y, por fin, puedo dormir un rato.
—Los monstruos de la noche… ¡Hoy
vamos fuerte! ¡Venga, ¿quién da más?! —Fernando, ex-profesor de filosofía en un
instituto —¡¿quién si no?!—, volvió a tirar de sarcasmo.
—Fernando, por favor, respeta a los
demás. Si quieres, danos tu opinión, pero ahórrate tus burlas cada vez que
interviene alguien.
Esta vez tuvo que pararle los
pies. Su actitud amenazaba con arruinar la sesión de terapia de grupo, de volverla
contraproducente incluso. Fernando puso cara de circunstancias, se encogió de
hombros, abrió ambas manos como un predicador contrito y resopló, armándose
teatralmente de una paciencia condescendiente con la inferioridad.
—Apenas había el rubicundo Apolo
tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus
hermosos cabellos. —El afilado silencio que se acababa de hacer fue
interrumpido por Mateo, el más viejo del grupo.— La del del alba sería cuando
Don Quijote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por
verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo.
Eso es para mí el amanecer.
Tras el largo punto y seguido la estentórea
declamación fue reemplazada por un habla morosa y apenas audible, al mismo
tiempo que se bajaba de la silla y se sentaba. Se diría que en vez de uno solo hombre,
hubieran hablado dos y muy distintos.
A la doctora Garmendia, cuyo interés
clínico por el Quijote se le había reavivado año y medio atrás a causa de Mateo,
cada día le gustaba más esa lectura. Le reconciliaba con una idea lúdica y
optimista de la existencia. Leer cada noche alguna andanza del Ingenioso
Hidalgo se le había vuelto un hábito imprescindible. Compensaba así el
pragmatismo rasante, la aridez y el pesimismo que impregnaba los artículos de las
revistas de psiquiatría que seguía.
—¡Pero qué panda de tarados, dios!
¡Éste recitando el Quijote todo el santo día, se hable de lo que se hable!
— gritó Fernando, en un tono de voz muy fuerte, demasiado fuerte. Al menos, para Jacinto.
Unos
pacientes gritaban, otros reían, algunos salieron de la sala en estampida. La
doctora se levantó rápidamente de su silla, pero nada pudo hacer. Las piernas
de Jacinto y sus puños fueron más veloces. Fernando parecía un pelele ante la
fuerza y la furia del ex-policía. Tras derribarlo, le alzaba la mitad superior
con la mano izquierda, que apresaba su polo negro, y le asestaba puñetazos en
la cara con la derecha. La doctora corrió a llamar a los celadores, que ya
llegaban, alarmados por la algarabía, que contagió al resto de los internos.
Hasta que no vinieron otros dos celadores más fue imposible reducir a Jacinto.
Cuando llegó el quinto se le aplicó de inmediato el pomposo “protocolo de
contención con medios mecánicos”. La doctora Garmendia pidió que lo liberaran de
la sujeción tan pronto salió de los efectos de la sedación por inhalación,
aunque determinó su vuelta al régimen cerrado.
Pese al parasol, el interior de
su coche era una sauna a esas horas. Sabía que carecía de fundamento, pero no pudo
evitar la idea de que el amanecer había sido una mala elección. Puso el aire
acondicionado a máxima potencia y encendió la radio. En la emisora sintonizada por la mañana
atronaba la voz de Bruce Springsteen, “The Rising”. En la siguiente, una voz débil y aguda, que le
costó reconocer como de hombre, apenas se imponía sobre los arreglos musicales.
Acabó entendiendo esa palabra que tanto se repetía: “Sunrise”. En el tercer
intento la locutora avanzó con una desenvoltura estereotipada el siguiente
temazo: “Hasta el amanecer”, de Nic... A cualquier paciente le habría dicho que era una
casualidad muy razonable, debida a la atención selectiva. Elena apagó de
inmediato la radio. El coche se enfriaba con morosidad, décima a décima. El verano era
insufrible. La luz temprana y el frescor del amanecer eran unas compensaciones mínimas,
tan breves y débiles que resultaban inútiles como paliativos frente al calor,
que cada año llevaba peor.
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