jueves, 19 de enero de 2012

Necrológica. Maximiana Alonso Martínez. Mi abuela.

Mi abuela, como nos ocurrirá previsiblemente a casi todos los demás, no tendrá una necrológica en ningún periódico. Si su muerte aparece en prensa, será en letra diminuta, en la larga lista de los fallecidos en un día determinado en una gran ciudad. Más aún, si la lista es sólo de los fallecidos en la capital, ni siquiera eso, pues vivía en un municipio del extrarradio. Sin embargo, su vida ha sido fértil, como fértil y mucho, fue ella misma. Deja huella, deja una impronta, la familia más unida que haya conocido, sin desavenencia alguna, una multitudinaria familia, de la que ella era el centro, un centro discreto, sin alardes, ni autoritarismos, pero el centro absoluto. Una familia que la amaba y admiraba, que hoy llora serenamente el final de su larga vida y que a buen seguro va a vivir con ella en el recuerdo, conversando con ella imaginariamente, pensando en que le habría parecido esto o aquello, en cómo le habría gustado, o disgustado, los grandes o pequeños acontecimientos familiares que ocurran a partir de hoy, ya sin su presencia, Y, además, no le va a faltar una necrológica, escrita por devoción y no por obligación, probablemente con pocos, pero muy sentidos lectores.

Adiós, Abuela

Foto: Mi madre con mis abuelos, el día de la boda de mis padres, en 1967.


Esta madrugada ha muerto mi abuela, Maximiana Alonso Martínez, hija de Hipólito y Eustaquia, natural de Altarejos (Cuenca). Tenía 93 años. Tuvo diez hijos: ocho mujeres y dos varones. Ha sobrevivido a dos de sus hijas. Deja, pues, en este mundo, ocho hijos que la adoraban, por los que se entregó al máximo y que se dirigían y referían a ella como "madre", con ese habla antigua y recia de los pueblos. Su estirpe se compone también de veintitantos nietos y unos cuantos bisnietos, grado que inauguró mi hija mayor, en vísperas del siglo XXI. Era viuda desde hace cerca de 20 años. Su cuerpo, algo menudo, delgado y fibroso aguantó con fortaleza trabajos en el campo, partos -de los de entonces, en casa y sin nada que aliviara el dolor-, crianzas, peritonitis, fracturas de huesos y muchos achaques de la vejez. Desde hace unos pocos años le costaba mucho moverse y vivía sin salir de casa. Mantuvo la lucidez hasta hace no mucho. 

Todos sus seres queridos sentimos mucho su pérdida, pero aceptamos que había llegado su hora. Su vida había empezado ya a ser una no vida. Y, sobre todo, nos deja el recuerdo del amor que prodigaba a toda la familia. Nos queda el recuerdo de su sentido de la justicia, sus convicciones profundas sobre la justicia social y su rechazo de las tremebundas desigualdades económicas que hay en el mundo, de su capacidad de sacrificio, de su espíritu austero, que no ansiaba nunca la comodidad, ni el lujo. Como Sócrates, que quizás no supiese bien quién era, pensaba que el mundo estaba lleno de cosas que no necesitaba y que nos afanamos absurdamente por poseer. 

Pero la austeridad la quería para ella, le era en realidad consustancial, y disfrutaba con el progreso económico de sus hijos y nietos. Siempre deseaba para ellos y, a veces les recomendaba, aunque no era de esas personas machaconamente consejeras, la supresión de todo gasto superfluo y la seguridad de unos ahorros. Había vivido épocas de gran estrechez, de cambios repentinos y tenía acendrada esa idea de guardar para el día de mañana, por lo que pueda pasar. Dinero en "la cartilla", una casa pagada, sin deudas, un trabajo fijo para toda la vida, nada de riesgos: la seguridad por principio. También tenía muchos miedos que han pasado a sus hijos y, en alguna medida, a sus nietos, aunque era a la vez valerosa y una persona curtida, con mucha capacidad para soportar el dolor y las adversidades de la vida. El avión era para ella el summum del riesgo, dijeran lo que dijesen las estadísticas. Para Vd. los viajes "en burro y con los pies cerca del suelo", como le decía mi padre, al que quiso mucho y que le correspondía. Mi padre la bautizó como "Santa Maximiana de Altarejos", para que luego digan de la relación entre suegra y yerno. 

Anidaba en ella un cierto sentido trágico de la vida, la idea de que lo natural en el mundo es sufrir. Era muy sensible hacia toda forma de injusticia, en especial hacia las diferencias entre ricos y pobres, que le parecían la demostración de que el mundo era un desastre. Le salía del alma solidarizarse o sentir empatía (neologismos o modismos que jamás habría empleado ella) con todos los oprimidos y con cualquier forma de sufrimiento. Jamás pudo ver con indiferencia esas noticias horribles de las que nos informa la televisión. 




Foto: Foto de mis abuelos el día de su boda, celebrada el 20 de noviembre de 1938. 
Uno de los cuadros que han colgado per secula seculorum de las paredes del salón de su casa.
Es "foto de foto", de ahí la mala resolución.

Nació en 1918, justo una semana después de que terminara la Primera Guerra Mundial, cuando la Guerra del Rif aún se estaba desarrollando.Vivió la dictadura del general Primo de Rivera, la Dictablanda, la Segunda República, la Guerra Civil, en la que luchó mi abuelo, creo que lo menos que pudo y pensando que aquella locura no iba con él, refractario como era a los ideales políticos, a las causas más o menos abstractas, hasta el punto de que no sé siquiera en qué bando luchó. Mi abuela vivió todo el franquismo, la transición, el 23-F y dos estatutos de Cataluña, donde residía, tras haber emigrado de su pueblo a la periferia de Barcelona, huyendo del negro horizonte económico que presentaba el bar y tienda que mi abuelo había montado y su pueblo, en general y todo el campo entonces. Se marcharon con la esperanza de una vida mejor en una Cataluña que crecía a toda velocidad, en pleno "desarrollismo" de los años sesenta. Una época en la que mi madre, la tercera de sus hijos, trabajaba jornadas larguísimas, de lacerantes madrugones, inacabables y extenuantes, de lunes a domingo, en múltiples empleos, para ayudar a sacar adelante a toda la familia y poder pagar el piso de mis abuelos. 

Foto: Mis abuelos con sus diez hijos (entre ellos, mi madre, arriba, segunda por la derecha), en el salón de su casa, el día de la boda de mi tía Estrella. Nadie se percató de que había una antiestética bolsa de plástico sobre la mesa...


Desde que me acerqué al umbral de la edad adulta, mi abuela me dio la impresión de que vivía como trasterrada, de ser una de esas personas que están en un sitio físicamente y mentalmente en otro, del cual tuvieron que partir contra su voluntad. Son personas que han parado su reloj, que se cierran interiormente a toda experiencia de su nueva vida, que se rebelan así íntimamente contra esa doliente mudanza forzosa y evocan constantemente lo vivido en el pueblo, el sitio donde estaban sus raíces, el lugar del que no hubieran querido irse. Desubicada, pero jamás indolente u ociosa, sin abdicar en ningún momento del cuidado del marido, de los hijos y de la casa, entregada en cuerpo y alma a ello, en ese trabajo repetitivo, que nunca se acaba, que no entiende de horarios, ni de festivos y que no genera salarios, ni pensión de jubilación; pero que llenó su vida porque lo hizo con todo su amor. 


Su casa estaba en Cornellá, pero podría haber estado en Sebastopol o en la luna y lo mismo le hubiera dado. Su corazón estaba en el pueblo, al que sin embargo volvió muy pocas veces. No le gustaba nada viajar y quizá, en el fondo, temiese sucumbir a la nostalgia. Los hechos del pueblo, fallecimientos, repartos de herencia y los asuntos de tierras, tales como lindes, arrendamientos rústicos y similares eran vividos por ella con una gran intensidad, mucho mayor que los hechos de la ciudad. Barcelona estaba para ella más lejos que para mi, que vivo en Madrid. Creo que vio el mar muy pocas veces. Era de esas gentes del mismo pueblo que se buscan en el mismo barrio obrero de la gran ciudad, al que llegaron los unos atraídos por los otros, haciendo algo que ahora llaman con engolamiento "networking" en las escuelas de negocios y presentan como una gran descubrimiento; gentes que rememoran anécdotas y costumbres de otro tiempo, de un tiempo ya perdido, personas que gustan de recordar las genealogías de unos y otros, con sus consiguientes parentescos y también viejas rencillas, motes, sambenitos y malediciencias, aunque mi abuela, por su natural bondadoso, no participaba de estas últimas. 

La guerra fue un acontecimiento central en la vida de mi abuela, como en la de los españoles de su tiempo, hasta el punto de que jamás necesitan añadirle el adjetivo civil. En cierto momento de esa guerra, mi abuelo, que fue combatiente, se largó de donde estaba destinado y se fue al pueblo a ver a su novia, unos tramos a pie y otros apañándose algún medio de transporte. Esa indisciplina, creo, no recibió castigo, bien por no ser descubierto, bien porque dio con un superior benigno y comprensivo. No lo sé. ¿Se sabrá bien esa anécdota mi madre o alguno de mis tíos o, por el contrario, esa historia se acaba con mi abuela? Según escribo esto, pienso en que me gustaría que mi abuela me la contara con todo detalle, con su lenguaje muy distinto del mío, un lenguaje que no era propiamente culto, pero sí muy rico y preciso, con algunas palabras antiguas, restos de un castellano viejo que se pierde inexorablemente y con el que se comunicaba con gran eficacia. 


Tenía en el físico y en las maneras una distinción natural, una naturaleza discreta y elegante, algo que no tiene nada que ver con la ropa, pues vestía con sencillez y la recuerdo guardando luto desde que tengo uso de razón. Una elegancia compartida con todos los hermanos de ella a los que he conocido. Jamás le oí una vulgaridad, obscenidad o chabacanería y no era nada ñoña. No pienso que se impusiera a sí misma comportarse de esa manera, ni que siguiera unos determinados principios, tampoco que tuviera aspiración alguna de parecer elegante o distinguida, sino que esa era su naturaleza, le salía solo. 

Mi abuela no era muy religiosa. No frecuentaba la iglesia, aunque imagino que en el pueblo no faltaría, como tantos otros, a la misa dominical y pienso que sí creía en Dios. Le parecía una incoherencia radical que Jesucristo hubiese ensalzado la pobreza y el deber de ayudar a los pobres y que la alta jerarquía eclesiástica viviese con opulencia, habiendo tantos necesitados en el mundo. Recelaba de muchas cosas de la modernidad: de la sucesión de novios y parejas, de la promiscuidad sexual, de las familias rotas por los divorcios, del lujo, de los viajes y, me da la impresión, no creía demasiado en lo de la emancipación de la mujer, para la que asumía una cierta sumisión hacia el marido, así como que su rol era, ante todo, la crianza de los hijos y el cuidado de la casa. No obstante, era muy sensible hacia el amor en la pareja y el buen trato entre los cónyuges. Pienso que siempre hubo mucho amor y respeto entre ella y mi abuelo.

Era una curiosa mezcla de comunismo y tradicionalismo. Comunista, por su preocupación por la igualdad, la justicia social, el rechazo profundo de las grandes diferencias sociales y de la explotación del hombre por el hombre, de la prevalencia del factor capital sobre el trabajo, del rico sobre el pobre, del fuerte sobre el débil; pero nunca fue militante. La experiencia de la guerra le hacía pensar que era imprudente significarse políticamente y, además, tuvo siempre un cierto descreímiento hacia la política, no tenía esperanza en el cambio. Era, a la vez, muy tradicionalista, con una moral católica, aunque no hubiera en ella rastro de beatería y rechazara profundamente, pero sin manifestarlo en exceso, la falsedad de la religiosidad externa que no se traduce en actos de amor al prójimo; pero no odiaba a nadie, sus palabras no eran nunca hirientes, simplemente su tendencia a la sinceridad, hacía que le repeliera toda forma de hipocresía. 

Por encima de todo, tenía clarísimo que la felicidad se resumía en querer y ser querido. Para ella la familia lo era todo, aunque jamás hizo una declaración de principios, ni creo que teorizara lo más mínimo en toda su vida. Se expresaba con los actos, sin concesión alguna a la retórica, aunque apreciase y le produjese cierto orgullo que algunos de sus de sus hijos o nietos fuesen capaces de expresarse bien, que supieran argumentar, hilvanar un discurso. Juzgaba por los hechos y no por las palabras. Valoraba a las personas exclusivamente por su bondad. No se dejaba impresionar por ellos, ni le importaban, los títulos, los éxitos, el prestigio, el linaje o el patrimonio de la gente, sólo valoraba que fueran buenas personas. Tenía la lucidez de los sencillos.

Su casa era el lugar de encuentro de la familia y a ella peregrinaba yo todos los veranos para visitarla, primero con mis padres, luego junto con mi mujer, más tarde también con mis hijos, sus primeros bisnietos. Salvo mis primeros años de vida, en que la cercanía conllevó que me viera a menudo, nuestro trato era una visita anual, unas pocas horas, de charla agradable, de recuerdos, de recapitulación de mis trastadas infantiles, de responder a sus preguntas para que la pusiésemos al día de nuestra vida. En los últimos tiempos perdió algo de oído, su voz se debilitó y la conversación ya se hizo muy difícil. Estaba cansada y de su boca salían sobre todo quejidos y lamentos. El resto del año yo seguía su evolución a través de las noticias que de ella me daba mi madre, de tarde en tarde.

Las visitas que le hemos hecho desde hace años eran siempre en tardes de estío, con el aire detenido y el calor pegajoso de Barcelona, de persianas medio bajadas para frenar el ímpetu del sol y la puerta entreabierta para generar corriente; tardes de ensimismamiento por el movimiento rítmico e hipnótico del ventilador, con el run run  de su motor como música de fondo; tardes ociosas, sin citas en la agenda, sin las preocupaciones del trabajo, disfrutando plenamente, sin distracción alguna, del placer elemental y profundo de la cercanía de los seres queridos, acrecentado por la escasez de las ocasiones en que nos veíamos; tardes de merienda sobre un hule, de vasos duralex de cristal amarillo, ella siempre preocupada por que comiéramos más, por que la menor de sus hijas nos ofreciese de todo, gozando con la contemplación de sus bisnietos, de su buena salud, ensalzando su belleza, disfrutando de que fueran tan "hermosos", como decía ella. Ofreciéndonos, cuando se iba haciendo tarde, que nos quedásemos a cenar. Siempre preocupada por el bienestar de los suyos. Los niños, pasado un rato, con ganas de marcharse aunque apreciasen el afecto de su bisabuela, deseosos de que no se prolongase ese paréntesis en sus vacaciones en la playa y de volver a la actividad, a su mundo. 

El contraste de una vida quieta, de un lento transcurrir del tiempo, con la movilidad y rapidez de la nuestra, una vida sin más sucesos propios que la alternancia entre las recaídas e ingresos hospitalarios y los períodos de ligera mejoría de la salud, frente a una vida que, aunque ordinaria, está repleta de sucesos y tiene elementos impredecibles, en la que siempre hay cosas por hacer. Una vida por delegación, en que las emociones provienen siempre de lo que les pasa a otros, frente a una vida de experiencias propias. Salud y vigor, frente a los achaques de la vejez, la falta de fuerzas y, al final, de estímulos para seguir viviendo, salvo el ciego instinto de sobrevivir y el miedo a la muerte. Puede que al final, ya ni eso. 

Y durante la visita, la mirada que se recrea en la contemplación de los objetos, esos objetos que siguen siendo los mismos, año tras año, colocados exactamente en el mismo lugar, perennes, sin cambios; objetos en los que la mirada superpone a la vez recuerdo y presente y cuyo reconocimiento produce un placer que seguramente tiene que ver con la seguridad que da lo previsible, la permanencia, la ausencia de cambios, esa inmutabilidad vedada a los humanos. Entre esos objetos, la fotografía de un bebé, "Tomasín", el primogénito de mi madre, el hermano mayor al que nunca conocí, pues murió unos meses antes de que yo naciera, con tan sólo 21 meses. Esa foto, con sus colores desvaídos por el paso de los años, estuvo siempre sobre la televisión, como en una especie de altar, con el que mis abuelos honraban al nieto con el que tan tempranamente se ensañó la enfermedad y es la imagen que yo guardo del que pudo y debió haber sido mi hermano mayor. 

Envolviendo la visita, los olores y sensaciones de la infancia, que se recobran fugazmente y que nos traen a la memoria algún hecho de un pasado ya lejano, a veces con nitidez, las más de las veces en nebulosa. Al despedirnos, la suave admonición, inspirada por el amor y por sus miedos: "cuidado con el coche; no corras". Y en nuestra mente la ilusión de que la abuela era eterna y de que la escena se repetiría idéntica al año siguiente. 

Descansa en paz, abuela. Si hay cielo, tienes la plaza asegurada.

Nota.- El díptico que se repartió en su velatorio, con un hermoso poema de la Madre Teresa de Calcuta. A  buen seguro, mi abuela hubiera congeniado muy bien con ella, de haber tenido la oportunidad de conocerla. No sé si por error de algún familiar o porque el que lo preparó andaba flojo en aritmética, le atribuye un año más de vida a mi abuela.


8 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué hermoso panegírico. Tu abuela era un tesoro, muy parecida a tantas mujeres buenas y humildes que han entregado su vida a los suyos. Y deja también otro tesoro: una familia unida. Como habría dicho ella, te acompaño en el sentimiento y te felicito por esos sentimientos tan nobles. Un abrazo.

Sap dijo...

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Ha sido emocionante leer este obituario, que es como una piedra puesta en la llanura inmensa de la intrahistoria, la que barre el viento del tiempo. Tu abuela Maximiana aún no ha muerto del todo porque aún no lo ha hecho el último que la recuerde. Tus palabras escritas ayudarán a que su memoria no perezca tan pronto. De momento, y gracias a ti, la he conocido.
Sap.

David dijo...

Muchas gracias por tu comentario.

Ese fue el "leitmotiv" de la vida de mi abuela: entregar su vida a los suyos. Se dio por entero a los demás. No hubo en su vida ni un atisbo de egoísmo.
La psicología moderna recomienda un cierto egoísmo, aunque lo formule con eufemismos. Sin embargo yo veo siempre más felices a los que se dan, a los que se entregan con generosidad, a los que piensan siempre antes en los demás que en sí mismos.

Un abrazo,

David

David dijo...

Muy lúcido y emotivo tu comentario, Sap.

"Verba volant, scripta manent", aunque no sé si la permanencia es aplicable a lo cibernético. Por si acaso, lo imprimiré todo.

La intrahistoria, la que no recogen jamás los libros de historia, pero que es la auténtica experiencia vital de la inmensa mayoría de la humanidad y en la que, al mismo tiempo, se cuelan los fuertes vientos de la historia que, a veces, lo trastocan todo. Lo ordinario, la vida común, la familia, la casa, los objetos que hay en ella, las anécdotas que a todos nos parecen singulares e irrepetibles, los afectos, las pequeñas piezas con las que vamos componiendo el puzle de la vida.

Anónimo dijo...

Emocionantes palabras las que dedicas a tu abuela, David, escritas con el corazón en la mano e, imagino, alguna lágrima en tus ojos. Contestas a Alicia que los que dan son más felices que los que viven en el egoísmo. Yo, que dispongo de bastante tiempo libre, dedico tan sólo cuatro horas a la semana a acompañar en el paseo a un señor de 94 años, y te aseguro que salgo yo más beneficiado que él, aunque solo sea por verle feliz tomando un café y charlando de sus recuerdos, cada vez más confusos también.

Marco (del blog de AMM)

DAVID dijo...

MARCO, me alegro de que estés experimentando la felicidad de ser generoso, notar que tu pequeño regalo de cuatro horas semanales le hace tanto bien a ese longevo señor. Si sientes que das poco, anímate a dar más. En todo caso, ya haces más por los otros de lo que hacemos casi todos los demás. Si abundaran los actos como el tuyo, muchas personas mayores se verían aliviadas en su soledad y vivirían más felices la última etapa de sus vidas.

Según se avanza en la vida y crece el pasado, el recuerdo va ganando importancia y los viejos disfrutan rememorando sus vidas. Tienen mucho más detrás de ellos que por delante, además de que normalmente los últimos años son más previsibles y menos ricos en vivencias.

A veces nos irrita que nos cuenten las mismas batallas, las consabidas anécdotas que casi podríamos recitar con sus mismas palabras. Pero si se sienten escuchados, si perciben que sus interlocutores se interesan de veras por lo que cuentan, viven por lo menos un instante de felicidad. Alguien dijo, no sé si Cela, que cualquier vida mirada suficientemente de cerca es interesante. Los ancianos merecen nuestra atención, aunque solo sea porque algún día, con suerte, nosotros también llegaremos a viejos y querremos que otros nos presten atención, no sentir el rechazo o la indiferencia hacia nuestros recuerdos.

En efecto, alguna lágrima he derramado por mi abuela, pero rápidamente me he consolado porque ha tenido una vida larga y creo que bastante feliz, dando y recibiendo amor, queriendo y sintiéndose querida.

Escribir el obituario me ha ayudado a poner en claro mis sentimientos hacia ella, a reconstruir una imagen completa de ella y a decirle adiós.

Un afectuoso saludo,

David

RACHEL DRA dijo...

Bonita y muy emotiva despedida. Nos hace recordar a las abuelas,almas cariñosas y entrañables, que desgraciadamente ya no están entre nosotros.
Descanse en paz Maximiana

David dijo...

Gracias, Raquel. Gracias, Dra. Me alegro de que te haya gustado.

Uno de los inconvenientes que tiene ir cumpliendo años es que aumenta el número de seres queridos que dejan de estar entre nosotros; pero como suele decirse cuando nos quejamos al cumplir años, considerando la alternativa... lo daremos por bueno.