lunes, 17 de noviembre de 2014

Una mañana (cualquiera) de domingo

(also known as, Otoño en Madrid)

En la terraza el aire húmedo de la mañana se expande por mis pulmones y espabila mi rostro. Fumo lentamente y miro en derredor. El cielo, con una tonalidad diferente entre el este y el oeste, las formas, colores y actitudes caprichosas de las nubes -densas, tenues, blancas, grises, quedas, viajeras-; las tonalidades de las hojas; la variedad gozosa de los árboles – plátanos robustos, de corteza fina y moteada; olivos nudosos, retorcidos, pequeños y sólidos a la par; altos  cipreses, afilados y esbeltos, con forma de plumero, de silueta impecable, recortada en el horizonte; languidez romántica de sauces; las pequeñas hojas de color corinto oscuro de "esos otros" que mi verbo urbanita, hecho de metro(politano), u-ese-bés, wifis y bluetoothes –or should I say blueteeth? But who the hell chose that absurd name, a blue tooth?- no sabe nombrar.

©Autor desconocido. Imagen tomada de www.fonditos.com

Oigo el rasgado  violento de una persiana que sube, abriéndose a la luz de un nuevo día, como un poco antes lo haría el párpado de quien la acciona, a la niña de abajo que llama a su madre y veo a las aves volar, ora batiendo enérgicas las alas, ora planeando plácidamente, como sin esfuerzo, con un algo como de juego y exhibicionismo o alarde; un vencejo de vuelo elegante, una paloma silvestre, más pesada, pero que se posa en perfecta maniobra sobre la rama de un sólido pino, cuyas hojas lucen en mitad del otoño un verde incombustible y perenne, se diría que orgullosas ante el declive de sus vecinos.

Las envidio, a las aves. Puedo nadar y bucear como un pez, correr como una gacela, saltar como un saltamontes (o casi); pero no puedo volar. Dentro de unas horas yo seré parte del cielo, estaré metido en esa cápsula en la que cada semana recorro algo más de tres mil kilómetros, y veré el mundo desde esa altura que lo convierte en maqueta, que da a las cosas y a las personas su verdadera dimensión, de minucia en la inmensidad de la Tierra y aun ésta liliputiense en lo magno de la galaxia y ésta, a su vez, en la inmensidad inconcebible del Universo. ¿Pero cómo puede haber personas que se crean importantes? ¡Hay que ser idiota! Somos menos que gotas de agua en la inmensidad del Océano, menos que segundos en la eternidad del tiempo.

Ahora la Tierra es de las aves, de la vegetación y de las cosas, esos artificios del ingenio y la laboriosidad humana que están ahí, inútiles en su espera, sin más utilidad que ser contempladas por los ojos de algún madrugador o sirviendo de apoyo circunstancial a algún que otro pájaro,  en una espera inútil, aguardando que en unas horas sus dueños y creadores se valgan de ellas, y les den una apariencia de vida. Humanos,  tan ingeniosos y trabajadores, tan incapaces de dejar las cosas como están, siempre transformándolas, ora erigiéndolas, ora derribándolas, impacientes, volubles, sin dejar siquiera que sea el tiempo quien se encargue de esa labor. Un ingenio puesto, por ejemplo, al servicio de algo en el fondo tan primario como esa piscina que tengo delante. Encerrar agua en un hoyo estanco que se cava en la tierra y en el que la gente se remoja cuando hace calor. Tan elemental como los hipopótamos que buscan una charca en África.

A esta hora la Tierra es de ellos, de las aves, de los árboles, de los gusanos y lombrices que no veo desde el balcón, pero que sé están ahí, reptando sobre la tierra o moviéndose bajo ella, del musgo que prolifera en la cara de umbría de piedras y troncos.

Casi todos los humanos dormitan aún en su tregua de pereza dominical, y yo contemplo la belleza de ese otro mundo anterior, de sus restos, más bien, mitad casuales o dados, mitad producto del incansable homo faber, que se afana en decorar su entorno con lo que su propia acción ha destruido previamente.  Hace y deshace, deshace y hace, derriba y levanta, y en esa dudosa acción, transcurren los setenta, ochenta o noventa años que suele durar su existencia, inmerso en un señuelo de importancia, de permanencia, de durabilidad, de capacidad de influir, modificar, enredado en mil afanes y conflictos, cegado por una prisa ridícula que lo incapacita para el sosiego, lo enerva e inquieta, una angustia o comezón por hacer más, más deprisa, por estar en más sitios, loco por llenar su agenda más y más, en vez de menos y mejor, corriendo presuroso, peleado con el reloj, su medida del tiempo, sempiternamente escaso de él, rehén de su obsesión por medirlo todo; tenso, ocupadísimo y frenético haciendo nada y camino de lo mismo. Y, lo que es peor, quizás hostil y belicoso hacia otros compañeros de pasaje en el periplo del absurdo.

Y recuerdo estos versos de JoséHierro (Madrid 1922-2002)[1]:

Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!».
Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!».


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José Hierro del Real, nació en Madrid, el 3 de abril de 1922.
Entre otros galardones importantes obtuvo:
El Premio Cervantes en 1998.
El Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1981.
Murió en Madrid, el 21 de diciembre de 2002.
©Foto y texto pie de foto, Trianarts.com


[1] VIDA

A Paula Romero

Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.

Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!».
Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!».
Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada.

No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)

Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.

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Más poemas de José Hierro (amediavoz.com)

Y por si te apetece un poético surfeo, Fundación Centro de Poesía José Hierro  


martes, 24 de junio de 2014

Días de diario. Antonio Muñoz Molina. Porque en el mundo (de las letras) hay algo más que ficción...

 “Días de Diario”, de Antonio Muñoz Molina, es un fragmento o selección del diario que escribe desde hace ya muchos años este novelista, articulista, ensayista y ahora diarista, nacido en Úbeda (Jaén) en 1956, antípoda del andaluz profesional – parafraseando la despectiva y caricaturesca definición que Borges hizo de  García Lorca-, casado desde hace ya cerca de 20 años con la también escritora y articulista Elvira Lindo, con la que vive en un nomadismo, hecho de alternos y ya cíclicos sedentarismos, entre Madrid y Nueva York. Además de ese diario personal, Antonio Muñoz Molina viene escribiendo con una frecuencia casi diaria – los  días de diario, por cierto- en “Escrito en un instante”, su blog, que él prefiere llamar “cuaderno”, uno de sus objetos fetiches.

Publicado por la editorial Seix Barral en marzo de  2007, dentro de la colección “Únicos”, en una esmerada edición de tapa dura y sobrecubierta, “Días de Diario” se abre, además, con un bello prólogo del excelente poeta y crítico literario Pere Gimferrer, miembro de la Real Academia Española, al igual que Muñoz Molina. 

El período que abarca este segmento de su diario personal, sustraído al ámbito personal para su difusión editorial aparentemente con muy leves retoques, es de apenas cuatro meses, los que van entre el 10 de julio y el  11 de noviembre de 2005, tiempo en el que el diarista estaba escribiendo, entre  Madrid y  Nueva York, la novela “el Viento de la Luna” (publicada en agosto de 2006, también por Seix Barral).

Como dice la sinopsis de la editorial, “’Días de Diario’ es el relato de un fragmento de la vida de Antonio Muñoz Molina. Fechado en la época en que estaba escribiendo El viento de la Luna, este diario arroja luz sobre el proceso de gestación y redacción de la novela, a la vez que, con una llamativa humildad, nos regala un esbozo de cotidianidad. Hábitos, reflexiones, paisajes, presencias y ausencias conforman un día a día convertido, en estas páginas, en un testimonio literario de primer orden”. Y no deja de ser un resumen bastante exacto, aun cuando en ese tipo de textos proliferen especies tan poco atractivas como la fría y rígida taxonomía de los géneros literarios, la enunciación tópica y formularia, o la flamígera laudatio del autor y su obra por obvios fines comerciales. Tan es así que las sinopsis editoriales acaban desposeyendo a los libros, casi sin  excepción, de su singularidad y misterio, incluidos los que merecen la justicia involuntaria de tan severo castigo.

Confieso que me complace especialmente escribir una reseña de este libro. Lo primero, porque uno desea siempre compartir con otros aquello que le ha hecho disfrutar, tratar de animar a otros, siempre de forma implícita, a que participen también de ese placer. Y lo segundo, y no menos importante, porque no se trata de un libro de ficción. Del mismo modo que la prosa se ha enseñoreado de la literatura entera, arrinconando a la poesía, sin piedad y de forma empobrecedora, la ficción tiene un monopolio casi absoluto de la narrativa y hasta del conjunto de la escritura literaria.

Hay algún terreno, de extensión moderada y ubicación más bien periférica, para el ensayo, tanto desde el punto de vista editorial o comercial, como en cuanto a los hábitos y gustos de los lectores, que son lo que más nos importa. Lo siento, pero la autoayuda no cuenta como ensayo, pues no en todas partes el pulpo es admitido como animal de compañía. Sin embargo, el ensayo español contemporáneo tiende por lo común a carecer de verdadero mérito o valor literario. Probablemente, por la simple razón de que bastantes ensayistas no saben escribir bien. Pero puede que ello se deba, en no pocos casos, a que los autores de ensayos huyen de forma deliberada, incluso con obstinación, de cuanto pueda oler a valor literario, el cual es considerado un estigma que pone en duda, e incluso menoscaba, el pretendido rigor científico, la veracidad estadística, o el fundamento racional y técnico de sus obras. Lo cual, de ser cierta esta sospecha, revelaría una notable confusión entre lo verdaderamente literario y su caricatura. Sería de una elementalidad impropia de quien se pretenda ensayista hacer sinónimos el escribir bien con adornarse o recrearse en la forma en detrimento del fondo.

Por todo ello -lo comprobable y lo meramente opinable o conjeturado-, creo que tiene algo de “deber cívico-literario” el tratar de divulgar formas o géneros narrativos que no son ficción, pero que tienen al tiempo un alto valor literario y una componente no desdeñable de creatividad. Ni novela, ni cuento. “Días de Diario” es “sólo”, y a la vez “nada menos que”, un diario, que abarca un período corto de la vida del escritor - parte del verano y del otoño del año 2005-. Siendo más precisos, este libro es un extracto o selección del diario personal que llevó Antonio Muñoz Molina durante ese tiempo, un diario personal que sabemos precedió al proyecto mismo de este opúsculo e intuimos que lo habrá sobrevivido, cualquiera que sea su destino editorial futuro o, puede que simplemente debamos decir, cuando quiera que le llegue la hora o momento de su publicación, total, parcial, o de ambas formas.
Como de él ha escrito Pere Gimferrer: «La lectura [de Días de Diario] apasiona porque el texto va en pos de otro texto, y, a través de él, en pos del ser del autor; en esta búsqueda todos podemos reconocernos, y, cuando el autor halle su rostro revivido en la novela que escribe, sabremos que, con él, también nosotros hemos ido en pos de nosotros mismos. Por ser, en un doble sentido, “de diario”, habrán sido, precisamente, días extraordinarios

Para los muy enganchados al vicio de leer, los devotos de la literatura, y los aspirantes a escritores, presentes, pasados y futuros, “Días de Diario” tiene el interés de ser un testimonio o crónica, aunque parcial, del proceso de escritura de una novela – “el Viento de la Luna”-, al menos de su parte más visible o evidente, la de la escritura misma, pues una novela se alimenta en las profundidades abisales de la conciencia, y va germinando durante un tiempo que tiene algo de geológico, en virtud de un proceso que probablemente se haya iniciado mucho antes de que el escritor sea consciente de su deseo de escribirla.

Para ellos,  para nosotros, los enamorados e idólatras de la literatura, para los enganchados a  “ce vice impuni, la lecture”, como lo llamó Valery Larbaud, “Días de Diario” tiene el gran atractivo de las confesiones literarias, las menciones, juicios, opiniones, experiencias, impresiones que Muñoz Molina, lector, va dejando caer aquí y allá sobre sus gustos y hábitos literarios, al hilo de sus días. Por sus páginas aparece bastante Philip Roth, con motivo de la preparación de una entrevista que le hizo el propio Muñoz Molina en ese tiempo y, sobre todo, a propósito de la profunda decepción subsiguiente del entrevistador, convencido sin fisuras de que ha malogrado la ocasión. Roth es un escritor al que Muñoz Molina incluye, junto con Saul Bellow, en la exigua nómina de “los mejores” contemporáneos, aunque tal galardón sea concedido de modo incidental para decir, decirse más bien, que incluso esos se equivocan también. No obstante, el diario recoge también que la admiración literaria de Muñoz Molina hacia Roth se encuentra en fase decreciente.

  
De Saul Bellow, Premio Nobel de Literatura en 1976, y más concretamente de su novela  “El Planeta de Mr. Sammler”, galardonada en los EE.UU. con el National Book Award de 1971, Muñoz Molina nos cuenta que la ha leído tres o cuatro veces, y que no le ha dejado de acompañar de uno u otro modo desde que la leyó por primera vez, diez años atrás. Otras referencias literarias son: la presencia fantasmal de Truman Capote, la cual siente en un restaurante judío de Nueva York; unos  versos de Yeats; los maestros de los que ha pretendido aprender el juego de las resonancias que aspira lograr en la novela que estaba escribiendo cuando redacta el diario (Proust, Wagner, Balzac, Faulkner y  Onetti), aunque sea en forma de simple enumeración y de modo incidental; la frecuente falta de perspicacia de la crítica literaria, a la que al mismo tiempo tiene cierto temor, y cuya reacción no deja de otorgarle alguna importancia como refrendo o negación, incluso para sí mismo, de sus capacidades y de sus aciertos o errores como novelista.

Días de Diario”  contiene sinceras y  conmovedoras confesiones sobre los miedos y dudas que asaltan a este novelista - quizás a todo novelista, lo diga o se lo calle- ante un nuevo reto literario, incluso teniendo ya tras sí una larga y reconocida trayectoria en el mundo literario; se ocupa del sufrimiento del creador que no deja de presentir una y otra vez, con angustia, que no le va a salir nada al enfrentarse al papel en blanco; incluye muy diversas alusiones a los días productivos y a los improductivos, por causas caprichosas o indescifrables, al menos; menciona breves episodios sobre el trabajo de documentación, así como a los cambios que va introduciendo, según escribe, en sus planes y  planos iniciales, y a los límites que se marca y de los que lucha por no salirse en el proceso de escribir; alude a la reescritura de diversos fragmentos y a todo lo que se desecha, e incluso a lo que llama Muñoz Molina llama “la  historia fantasma de la literatura”, es decir, la de los relatos que no pasaron jamás de ser una idea, algo solamente imaginado, en la mente de los escritores.

Pero no sólo hay literatura en “Días de Diario”. Ni de lejos trata sólo de eso, sino que el libro está invadido de cotidianidad. Es el diario de un melómano y de la música que escucha en ese tiempo; el día a día de un padre que asiste son asombro a la manera tan rápida e inadvertida en la que sus hijos han entrado en una ya indiscutible edad adulta. Es, asimismo, el diario de un hijo que ha perdido no mucho antes a su padre y de la presencia del recuerdo de éste, una suerte de comunicación imaginaria con los muertos, al pensar qué le habría parecido a su padre esto o aquello; es el diario de un espectador de cine al que se la aprecia la condición de ex–cinéfilo, alguien que tuvo un tiempo atrás una gran devoción por ese arte o forma de narrar, que se ha ido apagando con el paso del tiempo; y es también el día a día de un observador muy atento, sensible, y admirado de Madrid y Nueva York, las dos ciudades en las que transcurre su vida.

Leyendo “Días de Diario” me han dado ganas de rehacerlo, duplicando como por arte de magia todas la piezas del mecano, para poder formar así, al lado de la composición original, otra figura o conjunto, otra versión paralela, en la que el diario se subdividiera en varios diarios, de forma que además de estructurarse, como corresponde, en torno a la evidencia de las jornadas del calendario, lo hiciese también por temas, facetas, aspectos o ámbitos. Surgiría así el diario del lector entendido y agudo; el del novelista de cierta fama, bastante conocido en Madrid- dentro del limitado alcance del oficio -, pero casi anónimo en Nueva York, que trabaja en otra novela; el diario del padre, el del hijo, el del habitante de Madrid, del habitante de Nueva York; el diario de un hombre que ha alcanzado la madurez, sin atisbo de derrota, pero también sin la euforia o la complacencia vanidosa y atrofiante que tantas veces segrega el éxito; un hombre que parece estar diciéndose a sí mismo, aunque no lo haga de forma explícita, que ya sabe más o menos lo que cabe pedirle a la vida, su papel en ella, los límites o el marco en que transcurrirá su existencia, y que, en el fondo y en conjunto, esto de vivir no está nada mal.

Pero no lo hace, o al menos no del todo, quizá por un temor algo fetichista o irracional a que ello pueda trastornar enteramente un statu quo vital que le complace bastante o por la cautela, hecha de prudencia e inteligencia, que aplica a la vida, a su vida, quien es plenamente consciente de la fragilidad de todo, alguien que unos años después titulará “Todo lo que era sólido” a su crónica de la vida colectiva de la España que acabó en una gran crisis económica o que abordó en “Sefarad”, entre otros temas, la enfermedad y algunos de los enormes sufrimientos humanos que tuvieron lugar en el Siglo XX, como las matanzas bélicas, los exterminios de razas o pueblos, los exilios forzosos, las torturas policiales de los gobiernos de algunas dictaduras a sus opositores, etc.

Una cautela que parecer ser el trasunto personal de una idea que se reitera con fuerza en sus obras de diversos géneros: la errada percepción humana, una ilusión, de por dar por hecho, y tomar por seguro y duradero -vitalicio o eterno incluso- cualquier logro, conquista o bien, olvidando o ignorando el papel que reclaman tanto algunos azares maléficos -actores espontáneos que siempre cabe aparezcan por sorpresa en la escena del gran teatro de la vida sin haber sido llamados-, como la posibilidad de los cambios radicales, y de repentino desencadenamiento, en el contexto social y político, como nos enseña con reiteración la historia, así como que el progreso ni es lineal, ni mucho menos está garantizado.

A. Muñoz Molina y Elvira Lindo, Nueva York, 2010
“Días de diario” está impregnado de una serena armonía con el mundo, aun cuando a su autor le sobrevenga un sentimiento de pérdida y de melancolía por la ausencia definitiva del padre, por entonces recientemente fallecido. Antonio Muñoz Molina rezuma un gusto inmenso, fuerte y sostenido, por escribir, algo que tiene pinta de corresponderse con mucha exactitud con eso que se viene llamando desde tiempos lejanos la vocación. Aunque él evite a conciencia ser categórico, y calificarlo de necesidad, casi tanto como huiría de adjetivarla de “imperiosa”, envileciendo el idioma con la mugre del lugar común y la insignificancia de la frase hecha. Pese a las dudas e incertidumbres que lo asaltan cuando se pone a ello, o más aún  cuando piensa que ha de ponerse ya manos a la obra, sin postergarlo ni un minuto más, es en la escritura donde encuentra su ser, su verdadero lugar en el mundo. Hay placer por el trabajo, pero también por la holganza y el tiempo libre. Una dedicación a la literatura, que se revela más intensa y ambiciosa en los hechos que en las palabras del diarista, poco amigo de las exaltaciones verbales. Pero es al mismo tiempo una dedicación carente de todo fanatismo, mesianismo, o sentido de la inevitabilidad o predestinación literarias. Haber acabado siendo escritor es algo que nunca pierde para él la condición de hecho contingente. 

Esa visión de la dedicación a la literatura como un destino individual ya escrito desde la cuna, es un enfoque o creencia que no pocas veces va de la mano de la jactanciosa convicción de dedicarse a una tarea muy superior a la de los otros. Ese convencimiento, además de que puede resultar ridículo a la vista de lo pobres que son los resultados literarios obtenidos por buena parte de esos sedicentes seres predestinados a ser escritores, no pocas veces es un fardo que los lastra, impidiendo incluso la realización plena de sus potencialidades literarias, cualesquiera que fuesen, debilitándolos hasta el punto de convertirse en las víctimas perfectas del extendido y letal virus de la autocomplacencia. Otras veces es una revelación de un claro orden de preferencias, el propio de quienes desean mucho más ser escritores que escribir.

Pero aunque Muñoz Molina evite incurrir, con obstinada determinación, en la leyenda gremial de la épica inigualable del escritor, “Días de diario” muestra también – y esta vez  el pudor no  logra imponerse sobre el alivio o liberación que confiere contar por fin algo más o menos íntimo, y más aún a aquellos que tienen lo de contar por oficio - la gran ambición literaria de este escritor, que  considera debe ser universal, y su voluntad de  exigirse siempre lo más posible al enfrentarse al papel en blanco; no por la gloria literaria en sentido estricto, no por colmar el ego y de paso también llenar el bolsillo con los signos del triunfo, sino por algo innominado e implícito que está siempre ahí; la necesidad o, por lo menos, voluntad de hacer siempre las cosas lo mejor que se pueda. Aunque sobrevuele una clara convicción - mezcla de modestia y sentido de la realidad, dos de las señas de identidad de Muñoz Molina-, de que no se va a alcanzar jamás el logro de la obra maestra, el poder impulsor de ese deseo, la fuerza propulsora de esa aspiración, está muy presente en su dedicación a la literatura. Y eso se hace materia de una declaración explícita, confesión incluso,  en la cita de Cyril Connolly que aparece en “Días de Diario”, con aire de lema literario y vital, y a la que Antonio Muñoz Molina se adhiere sin reservas: “todo lo que no sea intentar una obra maestra es una pérdida de tiempo”.

(Foto: D.L. Anderson - Indyweek.com)

“Días de Diario” es una excelente lectura para todos aquellos que piensen que un libro puede ser más que contar una o varias historias o, mejor dicho, para quienes crean que una o varias historias se pueden contar de muchas maneras, incluso haciendo creer al lector que no se le está contando ninguna historia. Y es que, además, ¿no se encuentran con mucha gente que les sigue contando cuentos ya de adultos? ¿Se los empiezan acaso a contar diciéndoles “érase una vez”, para que Vds. sepan con certeza que entran en un terreno de ficción, y suspendan de inmediato su incredulidad?

Como sospecho que no es así, sino que el ardid del disimulo y hasta la vileza del engaño están presentes, les animo a que apliquen el mismo criterio a los libros, en los que esos trucos se transmutan en méritos, y puedan así descubrir las muchas historias que se ocultan bajo la apariencia engañosa de las meras descripciones. Si se paran a observar a su alrededor, ya sea un objeto, un paisaje, una persona o varias, con ojos atentos, más aún si logran renovarlos, verán todo lo que pasa cuando creemos que no está ocurriendo nada. Y esa nueva mirada, dotada de una perspicacia y sensibilidad acrecentadas o simplemente recuperadas, les servirá también para identificar rápidamente en lo literario el doble cuento, el que es a un tiempo cuento y mentira o filfa, cosa sin valor, ni mérito, no importa cuánto y cuántos la elogien y hasta la compren y lean, arrastrados por el vendaval de la moda y la imitación, o el temor de apartarse del grueso de la manada. El gusto y la sensibilidad literarios, son como el cuerpo, es decir, no hay dos iguales, todos  presentan diferencias; pero también todos, del primero al último,  son susceptibles de ser cuidados, entrenados, desarrollados mediante el ejercicio y son susceptibles de estar en buena o mala forma, así como de ser arruinados a consecuencia de los malos hábitos.

Apenas 63 páginas, no más de 120 días, un tercio de un año cualquiera, en que por una vez se nos abre la ventana que da a la vida de un escritor, y a la cual, por supuesto, nos asomamos con avidez por ver, y tratar de entender, lo que ocurre tras ella. Asistimos, a través de algo concebido entre lo testimonial y la conversación más o menos secreta e íntima con uno mismo, en la forma y el tono propios de un diario, a la vez muy personales, por tanto, a lo ordinario de los quehaceres y preocupaciones cotidianas del novelista; pero también a lo extraordinario,  justo a lo que más lo diferencia de los otros, pues presenciamos la creación literaria en su realización misma, algo que paradójicamente es a la vez cotidianeidad para el escritor. Como  dice Pere Gimferrer en el cierre de su prólogo a “Días de Diario”, los  días comprendidos en este libro “por ser, en un doble sentido, “de diario”, habrán sido, precisamente, extraordinarios”. A mí, desde luego, también me lo han parecido. 

sábado, 8 de febrero de 2014

Homeless, poema del trastorno bipolar urbano


                 
Fotógrafa: Lee Jeffries

HOMELESS
(poema del trastorno bipolar urbano)

Temerosos de ese día,
en que un común destino fatal
unirnos pudiera,
me rehuís.

Aceleráis el paso,
esquiváis mis ojos,
cambiáis de acera.

Mi leve casa de cartón
os horroriza del día que,
por derrumbe del castillo de naipes,
un común destino fatal
unirnos pudiera.

De verme tirado en la ladera,
huís,
como de alma del diablo;
pobrecillo, qué pena,
detergente a conciencia,
nadie mueve un dedo,
tan sólo un pensamiento.

Caridad,
qué digo,
cara propiedad.

Os intrigo,
qué me habrá traído a este lugar;
cuatro tablas de madera,
ya viste mi casa entera.

Cuatro latas de conservas,
me sobra la nevera;
¿calefacción?
Ya llegará la primavera.

Te preocupa la arruga,
la cintura,
el color de tu dentadura,
seguir a verdura,
y lo mío llamas locura.

Sí, guapa,
te estoy mirando,
es a ti;
corre, huye,
sonrío,
veo tu cara de susto,
ese paso ligero que…
¡huy ,sí! 
¡Ahora lo noto!
bambolea,
lo siento,
tu ya fofo busto.

Corre,
vete a casa,
embadúrnate de cremas,
busca la pócima secreta,
gran drama el tuyo,
cae el telón,

caen tus tetas.

Fuente: www.maquillaje10.com
"Homeless" (Paul Simon) - Youtube.com

domingo, 19 de enero de 2014

Mi vida con Potlach


Mi vida con Potlach

Inma Luna


Ediciones Baile del Sol, Tenerife (España), 2013


«Mi Vida con Potlach» es la primera novela de la poeta Inma Luna, antropóloga y periodista madrileña, publicada en 2013 por la editorial tinerfeña Ediciones Baile del Sol.
Relato en forma de diario, iniciado por prescripción facultativa, cuyo protagonista, en puertas de la mediana edad, atraviesa una etapa crítica de su vida, un tiempo de cambios radicales. Luis es un excéntrico personaje, al borde mismo de la locura. Cuando su vida anterior se desmorona, y él mismo se vuelve un juguete roto, decide agarrarse al orden más estricto como tabla de salvación e iniciar una nueva vida.
Su singular remedio consiste en llevar una vida de eremita, pero no en una cueva, sino trabajando como contable en una inmobiliaria y viviendo en un desangelado barrio del extrarradio de Madrid. Sin más compañía que la de un perro, y decidido a esquivar el trato con las personas para evitar todo daño, se empeña en su propósito de tenerlo todo bajo control.

Blogs de INMA LUNA.






Esta novela, hecha de frases cortas, directas, con un lenguaje relativamente sencillo y moderada extensión -poco menos de 300 páginas-, engancha al lector con su poderoso arranque. Tiene forma de diario y su narrador y protagonista coinciden en la persona del estrambótico Luis, informático en una universidad de Madrid. Por prescripción facultativa empieza a escribir su diario en medio de la carísima calma de una clínica psiquiátrica de lujo.

El ritmo narrativo de «Mi Vida con Potlach» sufre importantes cambios. El diario de Luis se ralentiza o acelera de forma paralela a cómo evoluciona la vida de su autor, cuya trayectoria vital, en parte excepcional y en parte muy común, es decir, como una vida cualquiera, como todas las vidas, va desvelándose de forma muy paulatina.

Luis llevaba una vida aparentemente normal, lo que quiera que ello signifique y de pronto aquella, como su cabeza, se desmorona, revienta por la presión. El desencanto con el trabajo, la decepción en el amor, el estrés provocado por una vida a la que Luis parece no adaptarse o con la que no se conforma, el mundo, en general, al que encuentra absurdo y sin sentido, lo suman en “estrés patológico”. Tan parco y genérico diagnóstico tiene, sin embargo, un elevadísimo coste.

Su diario es inconstante, como el propio Luis. Se interrumpe durante largos períodos, en los que no obstante intuimos que no ocurren grandes cosas. De forma acorde con su hastío vital y extrema apatía, la escritura de Luis no se mantiene como un propósito constante y el hallazgo casual del ya olvidado diario da lugar a su reanudación.

En «Mi Vida con Potlach» hay una vida vieja y una vida nueva,  un antes y un después del internamiento de Luis, hasta cierto punto voluntario, y del que acaba dándose a sí mismo el alta. Se vuelve demasiado consciente de que a los médicos, como a los hoteleros, les beneficia, una prolongada estancia del paciente-huésped y, sobre todo, pierde la fe en la utilidad del tratamiento, entre otros descreimientos que le van llegando a nuestro protagonista en su avance por la vida. Llega a la conclusión de que sólo él puede curarse o salvarse a sí mismo.

Comienza una nueva vida, que es sin embargo una deliberada no vida, en la cual el narrador-protagonista quiere ante todo protegerse de un mundo que percibe insatisfactorio, amenazador y hostil. Pretende la salud, un mínimo equilibrio, imponiéndose un orden de tal calibre que paradójicamente pide a voces el adjetivo enfermizo. Sus mecanismos de defensa son el aislamiento, la rutina, el orden y la meticulosidad. Luis aspira a vivir como un eremita en medio de un inhóspito barrio obrero de la periferia de Madrid, y ejerciendo su nuevo oficio de contable en una inmobiliaria cochambrosa y en pleno hundimiento. A sus compañeros y jefes los encuentra en el fondo despreciables, por vulgares, imbéciles y alienados y, por ello, socialmente adaptados.

Pero se trata de una quimera, de un propósito imposible, delirante incluso. Como el agua o el aire, lo imprevisto, la relación con los otros, las emociones y sentimientos , encuentran indefectiblemente algún hueco por donde colarse. El tupperware ­­–fetiche del protagonista y motivo de la portada de la novela– es un objeto y el ser humano, que respira, que transpira, que produce fluidos y secreciones, come, digiere, huele, no puede emularlo. La risa, el llanto, la ira, los afectos, la excitación sexual terminan por hacer siempre su aparición en escena. Los humanos somos seres sociales, seamos o no individualmente sociables y somos, ante todo, sentimientos. Por mucho que se planifique sobrevienen siempre hechos o circunstancias imprevisibles e incontrolables que nos conducen, incluso a rastras, a lo que es propio de nuestra naturaleza. Vivir es sentir y lo de morir en vida no pasa de ser una frase hecha.

En «Mi Vida con Potlach», a través de las ideas, lúcidas y originales, e incluso tan excéntricas a menudo como el propio protagonista, asistimos a una disección poco misericordiosa de la sociedad entera, en la que se van desgranando aceradas opiniones, por completo alejadas de los tópicos y lugares comunes. El bisturí de Luis abarca cuestiones tan diversas como los tratamientos y clínicas psiquiátricos, las relaciones entre padres e hijos, el amor, el sexo, las relaciones del mundo del trabajo, tanto entre jefes y empleados, como entre compañeros, el abuso, la explotación, las diferencias económicas, la lucha de clases. Incluso el lenguaje y los argots merecen alguna reflexión, como por ejemplo la redicha cursilería de la correspondencia comercial y el perifrástico, críptico y eufemístico del ámbito administrativo y legal. El funcionamiento de la justicia, del Estado y de la burocracia, en general, también son objeto de la implacable y sincera observación de Luis, en el polo opuesto del pensamiento desiderativo (“wishful thinking”), lo políticamente correcto o la mentira piadosa. Esas visiones nos enfrentan al absurdo, la injusticia y la fealdad que frecuentemente nos rodean. Hay alguna que otra referencia incidental a la antropología, ligada a uno de los personajes esenciales en la vida de Luis. Y también reiteradas alusiones a las tareas domésticas, como la limpieza y la compra, con marcada reiteración a la cocina, pasión confesada de la autora, habilidad en la que el protagonista nos cuenta, por excepción y con no disimulado orgullo, su progreso.

Espigadas por las páginas de la novela se encuentran también referencias a esta época de crisis económica en que el empleo precario, el trabajo-basura, ha adquirido increíblemente la condición de privilegio. Lo que antes motivaba la protesta social, y cada cual trataba de evitar para sí  mismo como buenamente pudiese, es ahora considerado como un bien que debe protegerse con uñas y dientes, un bien envidiado y que mirado en retrospectiva por quienes lo han perdido y no tienen mucha esperanza de recuperar es añorado como una situación vital lindante con lo idílico. Algo a lo que adjetivar como basura parece un sacrilegio, un acto de ingratitud, una muestra de falta de sentido de la realidad y una prueba de intolerable insensibilidad hacia quienes ni siquiera tienen eso, ni parece que lo vayan a “conseguir”.

Luis es un juguete roto, un desencantado total, un derrotado por la vida. Al no esperar ya nada de ésta, al estar o considerarse, al menos, de vuelta de todo, no teme perder nada. Apenas tiene preocupaciones económicas. Su nivel de subsistencia, al menos, está prácticamente asegurado para el resto de sus días y carece por completo de ambiciones materiales. Todo eso, junto con su decisión de ser radicalmente asocial, lo sitúan en un plano que le permite opinar con libertad absoluta, sin miramientos, ni cortapisas. Es un frío observador de la realidad circundante. Muy a resguardo de las turbulentas aguas de la crisis económica y por completo indiferente a lo que los demás opinen de él, habla con la sinceridad del que ha abandonado la partido del juego social y ha decidido evitar todo fingimiento o, cuanto menos, con la crudeza de alguien convencido de que se encuentra en esa posición.

Pero surge la paradoja, la contradicción, el conflicto interior, ya que al mismo tiempo siente el aguijonazo de la envidia del hombre común. Anhela vivir sin pensar, sin cuestionárselo todo, el conformismo, la intrascendencia, la superficialidad. Querría zambullirse en la banalidad de los actos sociales repetidos y en las conversaciones vacuas que sin embargo sirven para llenar el vacío de la vida y para ahuyentar la angustia y el desasosiego que brotan de los pensamientos profundos. Luis es consciente, quizá exageradamente, de su diferencia y con frecuencia querría ser uno más, el hombre de la calle, uno del montón, no ser tan lúcido y consciente de todo. Íntimamente se duele de ser el que ve en un mundo en el que la masa ha optado por la ceguera. Le intriga cómo será eso de representar bien un papel en el gran teatro del mundo, actuar con convicción en la función de la vida, caminar como sabiendo a dónde va y no sin rumbo fijo. Se diría que añora ser actor, aunque sea de reparto y hasta mero figurante incluso, en vez del espectador, el observador, el antropólogo que interpreta al grupo humano o el biólogo que disecciona la rana y sabe ya lo que hay en su interior, el que ve lo que los otros parecen no ver o no querer ver.

No se respeta un juego en el que no se aspira a ganar nada, ni a divertirse siquiera. Hay en Luis claros elementos del anti-héroe, que por momentos recuerdan al célebre Ignatius J. Reilly de “La Conjura de los Necios”, aunque Luis tiene un núcleo de valores y de dignidad personal, alguna creencia en la persona concreta y no es rastrero, ni miserable, ni aprovechado. Incluso intuimos que por su aspecto físico debe resultar bastante atractivo para las mujeres, a pesar de su manifiesta ineptitud social, su desgana existencial, su carácter esquivo y su incapacidad para afrontar muchas situaciones de la vida corriente.

En «Mi Vida con Potlach» se desvela también el engaño de las apariencias, el timo o falsedad de la felicidad de anuncio, de revista de decoración, de fin de semana en “casa rural con encanto” y resulta que lo más bello, lo más deseable y necesario es lo intangible, lo que no puede comprarse, lo que se da y se recibe por generosidad o amor. En esta novela todo eso sucede, junto con a lo heroico cotidiano, esto es, el día a día de muchas personas abocadas a una vida muy dura y a la que Luis era antes completamente ajeno. El "milagro" ocurre en medio de la fealdad de un desangelado barrio del extrarradio de la gran ciudad, descuidado por las autoridades, y se manifiesta acompañado del defecto físico, de la minusvalía de algunos personajes. Personas que viven en la escasez de medios, en la estrechez física y económica, rodeados por lo vulgar, e incluso en situación de grave riesgo de perder lo más querido. Y ese riesgo lo encarnan quienes, a su vez, creen estar obrando bien, imbuidos de ese fetichismo de la imagen, del bienestar material como condición necesaria para una vida feliz y casi sinónimo de ésta. Con Luis vamos descubriendo la rapidez con que juzgamos y etiquetamos a los demás y la hostil desconfianza que nos genera todo aquello que desconocemos, frente a lo que reaccionamos nerviosamente, con un despectivo y airado rechazo apriorístico, como de niño al que le sobreviene una pataleta.

La novela puede quizás incurrir en algún que otro desliz hacia lo tópico, exhalar esporádicamente un cierto aire de enseñanza moral, así como perder momentáneamente cierta verosimilitud por la aparición de escenas rocambolescas, con un nítido olor a comedia cinematográfica. Asimismo, presenta algunas derivas o giros de guión cinematográfico de película romanticona, bastante previsibles y algunos personajes secundarios pueden resultar algo acartonados y estereotipados, como arquetipos o clichés de determinados ambientes, clases sociales, países o épocas. Pero lo estrambótico, lo grotesco y hasta esperpéntico también ocurre y muy rara vez se cuenta, cosa que sí hace esta novela, que relata varias de esas situaciones en las que para evitar el embarazo propio o el ajeno hacemos como que no vemos, como si jamás hubiesen ocurrido.

A mi juicio, la narración pierde algo de fuelle e interés en su conclusión respecto de su poderoso arranque y más que aceptable parte media o nudo. En su desenlace resulta menos genuina, como lastrada por algo de impostura frente a su autenticidad precedente; pero antes de ese desfallecimiento o ataque de dudas arquitectónicas de su autora ante el abanico de posibilidades -¿quién sabe?-, «Mi Vida con Potlach» se enriquece con un progresivo entrelazamiento de una pluralidad de historias que la van haciendo más compleja, crecientemente viva, como a su narrador-protagonista.

(Fotografía de Inma Luna, autora de "Mi Vida con Potlach")

Aunque en esto de la literatura todo es opinable y habrá, seguro, quienes hubieran preferido el mundo cerrado del diarista con su propio pensamiento o conciencia y la abstracción y generalidad de las experiencias vividas por el personaje, mediante su despersonalización, mediante la elipsis de su biografía y hasta de su identidad, al modo de algunos de los relatos de Kafka, por ejemplo. Diría que su autora, Inma Luna, ha coqueteado en algún momento con esa forma de contar una historia. Parece haber sentido la tentación de la supresión de toda información contingente y no esencial para la comprensión de los hechos, forma narrativa que genera misterio e intriga al lector; pero que después la ha abandonado, para entregarse a formas narrativas más convencionales, de mayor aceptación por el público contemporáneo, mediante la aclaración, la supresión de incertidumbres, el relleno de los vanos o lagunas; pero lo ha hecho sin caer, afortunadamente, en temáticas tópicas. La historia es muy original y tiene el valor de presentar una gama de personajes de grupos sociales y oficios de los que rara vez se ocupa la literatura (una limpiadora minusválida, una cajera de supermercado, un curandero inmigrante, los empleados de una inmobiliaria de barrio, etc.). Un verdadero contrapunto a la felicidad publicitaria de la era de la imagen. 

Tras haber descartado la autora esa forma narrativa, según esta conjetura, bien avanzada la novela se van desempolvando hechos bastante sorprendentes del pasado, que nos trasladan brevemente hasta el Berlín actual, al de los tiempos de la construcción del famoso muro, y también a la fría ciudad castellana de Burgos en los tiempos de la dictadura del General Franco. Esos hechos le hacen replantearse al lector varias de las asunciones que había realizado bastantes páginas atrás sobre el narrador-protagonista y algunos otros personajes cruciales en la vida del mismo, de forma que completado el puzle se produce una cierta reinterpretación del conjunto del relato. El lector se descubre jugando inopinadamente a psicoanalista y basando su interpretación de la forma de ser y el comportamiento del protagonista en las experiencias vividas durante su infancia.

Es muy probable que el lector de «Mi Vida con Potlach» se descubra a sí mismo acercándose y alejándose de Luis, alternativamente entendiéndolo a la perfección o no comprendiendo en absoluto su comportamiento; oscilando entre la identificación y la extrañeza; entre el rechazo y la comprensión; entre la lástima y hasta la envidia por el narrador-protagonista. El acierto en la construcción de este personaje constituye, qué duda cabe, una prueba de talento literario por parte de su creadora, Inma Luna.

Otra idea interesante, no sé si machista o feminista o si incluso ambas cosas a la vez, es el evidente paralelismo entre el ánimo de Luis y las reacciones de su pene. Su ánimo y su pene llevan vidas paralelas. Ambos pasan del abatimiento absoluto al resurgimiento, de la atonía a la excitación, a pesar de que el sexo es aparentemente muy secundario para Luis, así como en cuanto a su presencia cuantitativa en los hábitos y preocupaciones de casi todos los personajes que pululan por la novela. Pero una vez más las apariencias engañan. Hay  fuerzas que aunque ocultas siempre están ahí, en estado de latencia, y su influencia es crucial.



«Mi Vida con Potlach» —publicada en 2013 por la editorial canaria Ediciones Baile del Sol, ópera primera en el campo de la novela de Inma Luna, quien ya había publicado una colección de relatos cortos, titulada «Las mujeres no tienen que machacar con ajos su corazón en el mortero», pero que hasta el momento se ha dedicado de manera muy principal a la poesía— es una buena “inversión lectora”, expresión que por mercantil y reductora viene a ser a la literatura como “la marca España” a una nación entera; pero que ahí se queda, pues también el crítico desfallece, duda, y no da con la expresión que quisiera.

Se trata, en definitiva, de una narración que atrapa pronto al lector, que en su mayor parte lo incita a ir devorando páginas, y que en determinados pasajes o escenas resulta francamente divertida. A la vez, esta novela estimula su sentido crítico al ponerlo frente al espejo de nuestra colectiva aceptación, pasiva y confiada, de muchas cosas que tomamos por serias, fiables, lógicas, fundadas, como elementos de un orden necesario; pero que, miradas con ojos nuevos, con un poco de rigor y perspectiva, resultan absurdas, ilógicas, infundadas, contingentes o arbitrarias, en verdad partes de un conjunto más bien caótico y casual. Y, lo que es peor, con demasiada frecuencia ese supuesto orden social produce hechos o situaciones intolerables por su radical injusticia.

Es, por tanto, un prometedor debut en el campo de la narrativa larga, tal vez el despegue de una novelista de largo recorrido y altos vuelos, Inma Luna, a la que habrá que seguir de ahora en adelante con atenta mirada e interés. Tal y como le pasa a Luis de forma inopinada con una protagonista femenina, la visión de cuyo apetecible cuerpo, lo asalta y enardece en el más inoportuno de los momentos y en el menos erótico de los entornos; pero así es la vida y así se cuenta en “Mi Vida con Potlach». ¿No les parece?