sábado, 2 de junio de 2012

Yo lo haría mejor



Yo lo haría mejor

Vamos al médico, consultamos al abogado, observamos al relojero que arregla el mecanismo de un reloj, al albañil que alicata nuestro baño y reconocemos la dificultad de sus oficios. No nos vemos capacitados para desempeñarlos. Menos aún nos imaginamos poniéndonos en su lugar y haciendo ipso facto su trabajo mejor que ellos.

Sin embargo, el fútbol produce una peculiar ilusión de facilidad. No hay aficionado que en algún momento no se vea a sí mismo siendo más veloz que el extremo o el lateral superados en la carrera por un contrario, convirtiendo en gol ese remate que al delantero le ha salido manso o desviado, blocando firmemente el balón que al portero se le ha escapado. Quien se se queda sin resuello al realizar un mínimo esfuerzo grita indignado al atleta que muestra un leve síntoma de desfallecimiento y se imagina sobrepasándolo en resistencia. El rematadamente torpe se muestra inclemente con el jugador de técnica exquisita que, por una vez, no ha sabido controlar un balón y se visualiza ejecutando la maniobra con sobrehumana perfección. El pusilánime abronca con ira a los jugadores con palabras gruesas por carecer de ciertos atributos masculinos y se ve en el campo convertido en el culmen de la bravura. El enclenque desdeña al jugador liviano y sin atisbo de duda se concibe saliendo victorioso de todos los forcejeos. El aficionado admira a Messi, ensalza su genio, pero al mismo tiempo le cuesta poco esfuerzo imaginarse él mismo marcando cinco goles en un partido de la Champions' League.

En el caso del entrenador el fenómeno es aún más acusado. El entrenador no corre, no ha de tener técnica en el manejo del balón, sólo mira, da instrucciones y toma decisiones. Aquel cuyos conocimientos sobre táctica no pasan de elementales le enmienda la plana a quien lleva décadas en el oficio. El aficionado sabe, él sí, la alienación y la táctica que asegurarían el éxito de su equipo. También conoce mejor la psicología del futbolista y se representa mentalmente a sí mismo resolviendo cualquier problema en el vestuario, casi siempre sin otro bagaje que su infalible receta de mano dura.

Existe un sueño, común a cientos de millones de aficionados al fútbol, que nos conduce a imaginarnos, con la viveza de una experiencia real, convertidos en futbolistas o entrenadores profesionales (ser árbitro sería una pesadilla). Y como la imaginación es arcilla que se moldea conforme al tamaño y la forma de nuestros deseos, el desempeño del futbolista o entrenador imaginario es magistral. Como todo sueño de gloria, el de ser futbolista comporta una representación fantástica de la realidad, en la que no hay cabida para el fallo. Además de que en general predomina una arraigada tendencia a ver solamente la cara amable de las profesiones ajenas, así como a considerarlas mucho más fáciles de lo que en realidad son, en el fútbol concurren factores que exacerban esa percepción.


Entre el aficionado y el futbolista se produce una fuerte implicación emocional. Nadie aclama o vitupera al albañil por colocar un azulejo un poco mejor o peor, ni se abraza alborozado a un extraño por la precisa extracción dental ejecutada por un dentista, menos aún celebra "el arte" de un taxista para identificar el recorrido más rápido. Por una convención que desafía toda lógica, miles de millones de personas hemos decidido darle importancia al fútbol, dejar que nos inunde la alegría y hasta la pena por algo objetivamente tan fútil como el resultado de un partido, por un juego que, además, practican otros. Por ello, el acierto o el error del futbolista y hasta del entrenador se traducen en fuertes emociones para el seguidor de un equipo, lo que determina un altísimo grado de exigencia en el desempeño de su trabajo y, en consecuencia, la falta de comprensión de sus fallos, calificados de errores clamorosos e imperdonables.

Para que tal exigencia, contraria a la la falibilidad humana, sea compatible con un mínimo de lógica y hasta de justicia, jugar bien al fútbol, excepcionalmente bien incluso, ha de ser concebido como algo fácil. Esa representación engañosa de la realidad tiene tal fuerza que se impone a lo que la inmensa mayoría de los aficionados hemos experimentado por nosotros mismos, por más que nos juzguemos con benevolencia: que jugar bien al fútbol no es nada fácil y que se cometen fallos.

Otro factor fundamental para la gran exigencia del público es la exorbitante retribución que perciben los futbolistas, lo cual espolea el deseo de estar en su lugar y el mito que los rodea. Tan extraordinario nivel de ingresos probablemente responda a la lógica intrínseca de esa tiránica y difusa abstracción que llamamos el mercado, que a menudo nada tiene que ver con la utilidad social de las profesiones y que es refractaria a toda idea de justicia.

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sábado, 12 de mayo de 2012

Arcángeles con ruedas (binomio fantástico)


Canción de los ángeles
William-Adolphe Boeguerau, 1881


Si los arcángeles tuvieran ruedas en los pies en vez de alas a la espalda, el cielo estaría lleno de todas esas cosas que los hombres han inventado a partir de la rueda: bicicletas, trenes, coches, camiones, autobuses, tractores, etc., pues aquí tenemos unos cuantos ingenieros ávidos por crear objetos útiles, hartos de las disquisiciones filosóficas con que muchos entretenemos la eternidad en las alturas.

Esos pobres niños negros, a los que varios ex-obispos insisten en bautizar, muertos tan prematuramente por el hambre y la enfermedad, esos que tanto disfrutan de tener al fin agua, medicinas y tres comidas al día, ocuparían sus días en un incesante ir y venir, pedaleando felices sobre sus triciclos.

San Isidro tendría una vida más cómoda y sobre todo la recua de bueyes con que ara los campos del cielo. Esos bueyes que tanta pena le dan a San Francisco. Y éste dejaría de abusar de la paciencia de Dios rogándole continuamente que les deje descansar. Pide que tengan al menos descanso dominical. La verdad es que maldita la falta que tenemos de tractores. Afortunadamente producimos todo el alimento que necesitamos, pues tendríamos complicado lo de las importaciones. Aquí en el cielo cuando la cosecha se malogra o es escasa hay grandes disputas por hacer el milagro que nos saque del atolladero. Nos sobra gente capaz de ello. Hace años llegó un hombre de mediana edad, un alto directivo de empresa muerto a causa del estrés y la obesidad. Era un tipo práctico que enseguida se preocupó por el tema de la alimentación y quiso abrir un McDonald's. Hasta ideó un plan para tener suministros regulares de carne y de juguetitos de regalo para los niños, pero en cuanto se enteró de que en el cielo todo es gratis, desistió. Dijo que el Departamento de Expansión Internacional jamás aprobaría ese proyecto.

Si los arcángeles tuvieran ruedas en los pies, San Pedro podría ir en patines hasta las puertas cuando alguien llama a ellas. Se desplazaría veloz y sin fatiga, como esas chicas de Carrefour que van con rapidez y gracilidad de un extremo al otro de la hilera de cajas. Y Dios creería al fin que no exageran ni ejercitan la fantasía quienes le dan cuenta de todos esos artilugios que antes mencioné: bicis, trenes, coches, tractores y demás. El sólo se fía del todo de su hijo, de lo que le contó que había visto en las tres décadas y pico que pasó en la tierra, y cree únicamente que existen carros y cuadrigas tirados por animales. Le parece inverosímil que en dos mil años los hombres hayan podido inventar todas esas cosas. Tampoco termina de creerse lo que le cuentan sobre unos aparatos, los teléfonos móviles, con los que dos personas pueden hablar desde uno al otro confín del mundo y eso que algunos hermanos han venido aquí con ellos en sus bolsillos y se los muestran. Les pide una demostración; pero nunca han conseguido comunicar, dicen que no hay cobertura o que se han quedado sin batería y que sus deudos no cayeron en poner también el cargador en el ataúd. Luego reparan en que aquí no hay enchufes. Algunos, ciertamente osados y con los que los jueces sustitutos parecen haberse relajado mucho en el Juicio Final, le dicen que ellos creyeron sin pruebas en que El se hizo hombre, que al tercer día resucitó, que resucitó a Lázaro, caminó sobre las aguas del mar, multiplicó los panes y los peces, y convirtió el agua en vino cuando las Bodas de Caná amenazaban con resultar un desastre de organización.

Dios no replica. Uno de los secretos de su larga vida y excelente humor es que jamás discute. Se muestra tolerante. No necesita afirmaciones de autoridad. Sí piensa, como alguna vez ha comentado a sus más allegados, que le encantaría disponer de uno de esos teléfonos móviles y poder así enviar sus mensajes a los hombres con toda claridad, para que cada cual deje de entenderle a su manera. También le gustaría darles un sustito a los incrédulos, que de pronto recibieran una llamada suya en mitad de la noche; pero sabe que pensarían que alguien les tomaba el pelo y le colgarían tras insultarle. Le gustaría subirse aquí a alguno de esos ateos, sobre todo si ha sido bueno, y decirle: "ves..., y tú no te lo creías". Pero las reglas son las reglas y la admisión requiere ineludiblemente la creencia. Si diera cualquier muestra de flexibilidad en eso, sus suplentes en el Juicio Final se relajarían aún más, y esto del cielo sería un cachondeo. Aquí somos rigurosos en nuestros procesos de admisión. Nada que ver con la manera en que se suelen hacer las cosas allí abajo, con como administran, por ejemplo, las nulidades matrimoniales los que llevan nuestra delegación principal, la de Roma. Aquí se les ha denegado la entrada a personas muy poderosas e ilustres. Como dije antes, en el cielo no hay enchufes. 

Mentiras y Política





Si preguntáramos por la calle qué condiciones personales hacen falta para triunfar en política, es probable que muchas personas incluyesen entre ellas la falta de reparos para valerse de la mentira y cierta destreza para el engaño y el disimulo. No pocos mencionarían también que un político ha de tener el descaro necesario para negar lo evidente y mostrarse imperturbable aunque lo cacen en una contradicción manifiesta entre lo que dijo o prometió antes y lo que dice o hace después, o la habilidad suficiente para justificar las razones del viraje y presentarlas siempre como ajenas a su voluntad y responsabilidad.

Muy posiblemente saldría a relucir también la capacidad de esconder lo que en verdad opina o proyecta hacer, velándolo tras una densa nube de cháchara. Se consideraría una condición esencial para el éxito que su discurso político transite siempre por una zona de seguridad, que no rebase la linde del plácido terreno de las generalidades o vaguedades y se recree en las intenciones u objetivos sobre cuya bondad existe un consenso generalizado, esto es, que sus palabras no comporten riesgo alguno, que no le comprometan a nada concreto, ni generen tampoco oposición.

La visión que los ciudadanos tienen de la política es tan descarnada que muchos convendrían en que un político de éxito ha de conducirse con arreglo a lo que Nicolás Maquiavelo dejó escrito en una carta de 1521: "Desde hace un tiempo a esta parte, yo no digo nunca lo que creo, ni creo nunca lo que digo, y si se me escapa alguna verdad de vez en cuando, la escondo entre tantas mentiras, que es difícil reconocerla”. Suprimirían, eso sí, la salvedad inicial, ya que acota la duración de la falsedad.



Que la mentira y el poder caminen cogidos de la mano en las dictaduras parece natural, ya que el control de la información es consustancial a ellas. Los dictadores cuentan con medios para presentar a la población una realidad alternativa, acomodada a sus intereses, y cuyo principal material constructivo es la mentira, la cual adopta tanto la forma de ocultación de hechos, como de su invención. Se genera así una imagen enteramente distorsionada de la realidad, que suplanta a ésta. Además, si la falsedad llega a descubrirse o se extiende la sospecha de ella, las consecuencias para el poder establecido rara vez son graves, dada la mínima capacidad de respuesta de los pueblos oprimidos por un dictador.

Es notorio que la mentira tiende a multiplicarse. En su código genético está grabado de forma indeleble el instinto de reproducción. El riesgo de que una mentira sea descubierta, o su descubrimiento mismo, se conjuran o contrarrestan, respectivamente, mediante otra mentira, conformando una serie que tiende al infinito. Aun así, más llamativa resulta sin duda la notable abundancia de mentiras en la vida política de las democracias. Aunque con imperfecciones y en muy distinto grado según los países, en ellas opera el derecho a la libertad de expresión y suele haber cierta pluralidad informativa, por lo que siempre hay alguna voz que pone en evidencia la mentira, y esa voz tarde o temprano se corre. Por tanto, que la mentira política prolifere también en las democracias no puede tener otra causa última que la falta de reacción ante ella por parte de los ciudadanos, una tácita admisión o tolerancia de la misma.

Esa relativa aceptación de las mentiras de los políticos se debe, a mi juicio, principalmente a tres causas. En primer lugar, hay un componente ético. Bastantes personas consideran que mentir es natural y hasta lícito, piensan que el logro de determinados objetivos lo legitima, máxime si lo que está en juego es llegar al poder o mantenerse en él ("el fin justifica los medios"). En segundo lugar, los ciudadanos quieren ilusionarse con algún proyecto político, tener la esperanza de un futuro mejor, y en época de elecciones adoptan una predisposición favorable a la credulidad. Frecuentemente votan a los políticos que más y mayores promesas hacen. Ese mecanismo de estímulo-respuesta, que anuda el voto a la mentira en las democracias, es el germen de la mentira política por excelencia: la promesa electoral incumplida. Por último, la extensión y proliferación del uso de la mentira entre los políticos de diverso signo conlleva que también aquellas personas a las que la mentira les resulta éticamente reprobable, y hasta les indigna, reaccionen escasamente ante ella. Participan de la resignada convicción de que la sinceridad y el cumplimiento de la palabra dada no tienen cabida en el vademécum de los políticos y que a ese respecto "todos son iguales".

El precipitado lógico de todo ello es que la mentira seguirá abundando en la política, ya que mentir suele salirle prácticamente gratis al político, y presenta por el contrario claras ventajas, tanto para el logro del poder como para su conservación.     


viernes, 2 de marzo de 2012

MISCELÁNEA

Aviso para los navegantes, con rumbo fijo o errantes, que aquí recalan: 

Hoy he compuesto una entrada a base de retales, de improvisadas intervenciones en conversaciones o debates cibernéticos iniciados o provocados por los textos, normalmente muy breves, que escribe casi a diario Antonio Muñoz Molina en su página web. A menudo son verdaderas joyas. Me refiero, obviamente, a sus escritos, no a mis intervenciones, que luego me dicen que no tengo abuela (de golpe caigo en que esa frase hecha, y como tal dicha irreflexivamente, es ahora una verdad, que ya no tengo abuela).

Son ideas expuestas rápidamente sobre la poesía, sobre los libros que me gustan, sobre la educación (enseñanza), sobre la corrección del lenguaje y sobre las opiniones de los no expertos en cualquier  campo. En el frontis hay unas frases sobre la culpa que el otro día me vinieron a la cabeza y suelto aquí para liberar espacio.


Breverías

Sobre la culpa:




“La culpa es una extraña propiedad: todo el mundo la considera ajena”.

“La culpa nos hace a todos generosos: se la cedemos siempre a otro”.

“La culpa es un hijo muy feo que nadie quiere reconocer”.



IDEAS, OPINIONES, GUSTOS, ETC. (TODO A VUELA PLUMA).


Sobre la poesía

No leo mucha poesía, pero a veces recurro a ella para curarme de logicismo, para darle alas a la mente, para dejar que mi cerebro se libere de corsés, empaparme de sentimientos y admirar el espectáculo de las posibilidades infinitas de la lengua. En ella he encontrado intuiciones asombrosas que a un filósofo o a un físico les llevaría cientos de páginas tratar de explicar.

Una buena amiga, moderadamente aficionada a la lectura, me confesó tiempo atrás su incapacidad total para leer poesía. Sentí lástima de ella, de que no pudiera ni por un momento tener las sensaciones que puede transmitir la poesía, el cosquilleo del alma, la resonancia íntima de las palabras, su música, la adjetivación sorprendente, etc. Yo la siento de mi mismo por no ser capaz de disfrutarla más, por sorprenderme tantas veces tratando ante todo de entenderla.
No creo que haya literato medianamente sensible que no desee íntimamente haber sido tocado por el genio de la poesía. Por su música, por su síntesis, por la posibilidad de perdurar en la memoria de los hombres y transmitirse oralmente, por la fuerza de los sentimientos que despierta, porque va directa al corazón, la poesía se mueve en un orden superior, por más que vaya quedando arrinconada y deviniendo cada vez más minoritaria.
En la disyuntiva entre lo prosaico y lo poético, ¿qué alma no atrofiada no prefiere lo segundo?

Sobre los libros que me gustan

Si el lenguaje no me atrae, ya sea por la belleza, la fuerza, la precisión, el atrevimiento para innovar, su correspondencia con el personaje, la situación o los sentimientos que se pretende transmitir, los libros me dejan frío. La trama por sí misma no es lo que me estimula para leer. Eso cabe en un esquema, aunque aprecio por supuesto que la lectura me despierte las ganas de saber qué más va a ocurrir.
Por referirme a algún “best seller”. Me habla mucha gente con admiración de “Los Pilares de la Tierra”. Lo he intentado leer hasta por dos veces y los aspectos formales me echan para atrás, se me me cae de las manos, tanto por la ramplonería del estilo, por más que se recree en las descripciones arquitectónicas (casi peor), como por la simplicidad de una narración lineal, puramente cronológica (al menos así la recuerdo en las 200 páginas que he llegado a leer). No veo creatividad, arte, sino una especie de relato que casi cualquiera podría escribir, dejando al margen la capacidad para imaginar una historia, lo cual valoro, pero no me basta para disfrutar con un libro. Diría que una cosa es redactar y otra escribir. Y libros como ese me parecen más redacción que escritura.
Dudo que sepa explicarme bien. Hay quienes piensan que los que rechazamos esos libros “planos”, buscamos “frases bonitas”, descripciones prolijas, fragmentos grandilocuentes, que requieren ser declamados, pero todo eso me repele. Eso es una caricatura burda de la literatura.
Me gusta que haya belleza y también que las novelas me hagan pensar, que me exijan algo, a veces incluso mucho, tanto la historia o trama como los aspectos formales, no saber bien en ocasiones quién habla, en qué momento, un diálogo escondido en un texto en que habla el narrador, una barrera difusa entre lo pensado y lo dicho, momentos de desorientación que me fuerzan a reubicarme, a colocar las piezas.
También me atrae que por las entretelas de la narración se cuelen ideas, reflexiones, sensaciones, sin que se trate de tesis. Esos personajes que hablan como un ensayo, meros pretextos para que el autor opine, se cargan el invento, desaparece toda verosimilitud y la novela ha de ser un engaño eficaz, nos la tenemos que creer (la verdad de las mentiras, en palabras de Vargas Llosa y puede que de más escritores).
El otro día me alababan a Isabel Allende. Tomé de un libro suyo (“Hija de la Fortuna”) una página al azar y las situación, la descripción del personaje, particularmente los adjetivos, me resultaban tan tópicos, tan librescos, que me hicieron sentir que estaba ante un bodrio. Me daba risa que eso pudiera considerarse algo de mérito.



Sobre la educación (en un debate cibernético iniciado por Antonio Muñoz Molina)
Comparto con Antonio Muñoz Molina eso de que los que alzan la voz son los que hablan de oído y repiten consignas o muletillas ideológicas y que haría falta escuchar a los que de verdad enseñan o dirigen centros de enseñanza, a los que se enfrentan a los problemas auténticos y conocen la realidad de la enseñanza, de los centros, los programas, los libros de texto, los alumnos, los padres, las cuestiones económicas, la aplicación de las normas, etc., etc.
Pero lo que más me ha llamado la atención han sido los testimonios: el que transcribe Antonio (blandura y consentimiento de los padres, sobreprotección que conlleva inmadurez, ocultamiento de la realidad), el de José Carlos P.T. (vandalismo y falta de civismo y su agudo análisis de si realmente aprenden algo que valga la pena), el “¿eso es legal?” de Eduardo Cas (aprovechar la ausencia de un profesor para dar una clase más de otra asignatura), las diferencias en la educación en la familia que cuenta Consuelo entre ¿Alemania? y España; y otros muchos que me dejo, pero que igualmente me han parecido muy valiosos y me han hecho pensar.
También las alusiones a los vaivenes legislativos y las mudanzas, muchas veces superficiales, que los cambios de gobierno vienen provocando en la enseñanza, como un reflejo automático.
Pero, aparte de que coincido con alguien que dijo que los que estamos aquí no somos del todo representativos, me domina un sentimiento de negatividad y desesperanza sobre la forma de ser de las generaciones futuras y, por tanto, sobre el resultado del proceso educativo, más por el ambiente social y familiar que por la influencia del colegio o el instituto y una sensación de inutilidad de este debate y de prédica en el desierto, de desesperanza radical en que algo de que lo deseamos se convierta en una realidad.
A fin de cuentas, la sociedad actual idolatra el consumo, valora el tener, se rige por el pragmatismo, poniendo la utilidad máxima en el dinero, en enriquecerse, es crecientemente inmadura, no hay deseo de conocimiento verdadero, desprecia bastante la racionalidad, domina la concepción de que somos titulares de derechos, pero no deberes; en unos aspectos sobreprotege a los niños (p.ej. frente a cualquier castigo, recriminación de los profesores o exigencia de reciedumbre) y en otros los descuida y abandona (escasez de tiempo disponible y/o tiempo dedicado por los padres a ellos, a su educación), etc.
Educar es muy difícil, pero como padre voy viendo una cosa clara, hay que frenar la exigencia de estos niños actuales que no paran de pedir, que piensan que todos y todo está a su servicio. El mío me recriminaba hoy una corta espera en el colegio a que yo llegara, luego se quejaba de que no hubiera en casa las galletas que le gustan (había otras variedades y hasta algo de tarta), después no ha querido ponerse una prenda que no le gusta…
Esa prenda, por cierto, es heredada de mi hermano pequeño. Mi madre, mujer de otro tiempo, lo guarda prácticamente todo, más si lo considera valioso (y muchas cosas se lo parecen). Era una cazadora marca Lacoste. Podría haber tratado de convencer al niño con el argumento de la marca prestigiosa, pero... ¿Cómo aspirar entonces a que el día de mañana no nos “exija” algo que no queramos o no podamos comprarle? ¿Cómo esperar de él que no sea tan estúpido de creerse más o menos que otros por llevar ropa de una marca determinada?.
Educar es muy difícil, desde luego. Creo que es probablemente el campo en que mayor salto hay entre la teoría y la práctica. Y en el caso de los padres es más si cabe una labor constante, que nunca acaba porque, además, los niños nos observan y nos imitan, se dan cuenta invariablemente de nuestros valores verdaderos, detectan sin excepción las incoherencias entre lo que decimos y lo que hacemos.

A un corrector impenitente

Era consciente de que al escribir rápidamente y sin someter lo escrito a corrección alguna, podría ser objeto de su maniático hábito de corregir y de su propensión a la ultracorrección. Es probable que usted tenga sólidos conocimientos gramaticales, pero dudo de que le acompañe “el genio del idioma”, concepto que probablemente no encuentre en los lóbregos y áridos manuales o tratados de gramática española que intuyo son de su gusto.

El idioma no evolucionaría nunca si nos atuviéramos únicamente al criterio de la corrección. Y se lo dice alguien que aprecia, en general, la corrección en el habla y más aún en la escritura; pero la virtud puede devenir en vicio llegados a ciertos extremos.
¿Acaso tiene un mínimo de realismo que una palabra no exista un día y exista al día siguiente o, por ser más precisos, “valga” o “no valga”, sea correcta o incorrecta, por razón de que los señores de la Real Academia Española han decidido darle su beneplácito o un mero nihil obstat, presos de la desazón?
Desmenuce es incorrecto como sustantivo y lo correcto es decir desmenuzamiento. Eso dicen las normas y lo sabe mucha, muchísima, gente, pero… ¿Perciben sus rígidos y censores oídos el aire informal y transgresor que desprende “desmenuce” y que por ello conlleva, con justicia, rebajar la importancia de su labor correctora y de mi réplica?
Y conste que esta incorrección que me censura no es desde luego ninguna aportación de mérito a la evolución del lenguaje, a su modulación o adaptabilidad, tan necesarias para que se puedan transmitir emociones, matices, sutiles diferencias, a través de él. Dicho sea de paso, sospecho que es Vd. impermeable a las emociones, salvo esa bastante baja y pobretona de disfrutar señalando a los demás cualesquiera errores que puedan cometer.
Pero esa disposición moral, aun pareciéndome claramente rechazable y acompañándole en el sentimiento por poseerla, la considero algo secundario. Lo que me parece realmente nefasto es que son Vds., los que así piensan y así miran todo lo escrito, hasta la narrativa y la poesía, ¡que ya son ganas!, un freno a la riqueza de la lengua. Son tan nocivos para su progreso y el despliegue de su potencialidad como aquellos otros que, por ignorancia o falta total de respeto a la más mínima convención, cometen error tras error. Como Vd. seguro conoce, los extremos se juntan.
Y ahora con su permiso, cliqueo en “Deje un comentario” sin revisión alguna y dése el dudoso gusto de volver a corregir…


Sobre las opiniones de los no expertos en una materia

Por mi profesión tengo contacto frecuente con las leyes y la justicia y, por supuesto, me parecen muy valiosas las opiniones que sobre ellas formulan los profesionales (jueces, abogados, fiscales, procuradores, notarios, registradores, funcionarios, etc.), por lo general bastante más fundadas que las de las personas que tienen un contacto puntual con este mundillo.
Pero he conocido también opiniones sensatísimas de los legos en Derecho, como se les suele llamar a los no profesionales de “esto”. Aprecio también en ellos la ventaja de no dar por sentadas y aceptadas malas prácticas, imperfecciones y sin sentidos que a los metidos en el medio nos resultan ya demasiado naturales y en los que rara vez reparamos. Además, los profesionales del Derecho, como cualesquiera otros, cuando opinan lo hacen ante todo en defensa de sus intereses y sólo en muy contadas excepciones, prácticamente nunca, se observa una mínima autocrítica. La culpa de los males de la justicia es siempre de otros.
A mi juicio lo que hace valiosas las opiniones son tres cosas, que enumero por orden de importancia: (i) la intención que las guía y actitud desde la que se emiten (construir o destruir; la neutralidad o la protección de intereses; la templanza o exaltación; el prejuicio o la racionalidad; el amor o el odio del objeto/sujeto de la opinión, etc.), (ii) la inteligencia de quien las formula, y (iii) el conocimiento de la materia, normalmente coincidente con el grado o alcance de las experiencias que se tienen del ámbito al que se refiera la opinión (aunque todas las visiones son subjetivas y parciales, está claro que a mayores experiencias, mayor representatividad o fundamento de lo que se dice).
Por ello, la descalificación apriorística y generalizada de la opinión de los no expertos me parece una postura equivocada.

sábado, 11 de febrero de 2012

Manuel Fraga Iribarne. Una hipótesis sobre su fuero interno.

Un apunte sobre Manuel Fraga Iribarne con especial hincapié en la formulación de algunas hipótesis sobre los sentimientos y pensamientos más íntimos que pudo albergar. Un "esbozo conjetural" de lo que pudo pensar sobre su vida y su carrera política. Una dicotomía que, según la escribo, encuentro ficticia, pues pienso que para él se trató de una unidad indisoluble, como también pensaba que lo es España.


La muerte de alguien tan relevante en la vida pública española de los últimos cincuenta años como fue Manuel Fraga Iribarne (Villalba, Lugo, 1922 - Madrid 2012), para muchos “Don Manuel”, mueve a hacer balance de su papel en la política española y de su persona, en general. No pretendo hacer aquí un repaso detallado de su trayectoria, a lo que se han dedicado los medios en las últimas semanas, con artículos muy completos. Quiero tan sólo dejar un apunte sobre su figura y un esbozo conjetural de algunos de los sentimientos que pudo albergar.

A mi modo de ver, Fraga fue ante todo un zoon politikon, un “animal político”, alguien que experimentó con singular fuerza la vocación política, que se sintió llamado a eso que se llama vagamente “la cosa pública”, “a servir al Estado”, idea esta última ya caída en desuso, tanto para bien como para mal, pues considero que ese concepto es ambivalente. Dotado de una gran inteligencia, por lo menos académica, de excepcional memoria y de muchísima determinación para muchos excesiva incluso, se preparó a conciencia para ello y, empujado por la ambición y esa descomunal energía que tuvo siempre, llegó siendo aún bastante joven al cargo de ministro de Información y Turismo con Franco. Pienso que de haber pervivido la Segunda República habría sido republicano, o al menos se habría mostrado como tal, o de haber llegado a la política bajo una monarquía parlamentaria probablemente la forma de organización política que prefería, un convencido monárquico. Por encima de todo le guiaba el deseo de hacer carrera política, en el mejor sentido de esa hoy denostada expresión, de ejercer poder, de regir, participar o influir en el destino de España otra fórmula que suena arcaica, pero que presumo estaba en su mente, de impulsar su desarrollo y modernización.

Probablemente coincidía con algunos valores del franquismo como, por ejemplo, en su moral tradicionalista y católica, aunque dentro de las limitaciones del régimen cabía calificarlo de aperturista y no incurrió nunca en extremismos religiosos y morales como los del Opus Dei, organización muy influyente durante parte de su carrera política. Se alejó siempre de los postulados de los sectores más inmovilistas del franquismo y, ya fuera por auténtica convicción democrática o por sentido de la realidad y la supervivencia política, contribuyó a la reinstauración de la democracia en España.

Mi impresión es que ante todo Fraga se adaptó al medio político que “tocaba”, a “lo que había” al llegar a la edad adulta, como probablemente lo siguió guiando el instinto de supervivencia política en sus diversas adaptaciones posteriores, entre las que me permito destacar su tránsito en pocos años de político reacio al Estado de las Autonomías a adalid de estas, cuando la evidencia de que él no era el candidato de la derecha capaz de ganarle unas elecciones a Felipe González lo llevó de vuelta a Galicia, de cuya Xunta fue presidente entre 1990 y 2005.

Probablemente, el episodio más oscuro de su trayectoria sean los sucesos de Vitoria en marzo de 1976 “en los que se produjo el enfrentamiento de la Policía Armada con trabajadores que realizaban unas jornadas de huelga y que se refugiaron en la Iglesia de San Francisco de Asís en el barrio de Zaramaga, con el resultado de la muerte de 5 de ellos”, siendo Fraga Ministro de la Gobernación1.

Fraga les resultaba intimidatorio a muchos votantes, les asustaba. Y también para muchos estaba inhabilitado por su pasado franquista, aunque esa circunstancia se les perdonara a otros políticos centrales en la transición, sin ir más lejos al propio Adolfo Suárez.

Con Fraga se extingue una generación de políticos españoles a cuyo lado los actuales resultan prácticamente todos insignificantes, insulsos, anodinos, unos “mindundis”. A mi personalmente los actuales me parecen por lo general fríos y excesivamente calculadores, cortos de miras, demasiado apegados a cuestiones secundarias. No obstante, cada época produce personas diferentes y los de ahora son tiempos distintos, de cambios menores en la política, para nada comparables a momentos tan intensos y decisivos en la historia de España como los de la transición, en que había tantas decisiones importantes que tomar, había optar por senderos que se bifurcaban o se multiplicaban incluso, sin perjuicio de que la gravedad de la actual crisis económica nos esté situando ahora ante otra encrucijada relevante; pero aún así no es para nada comparable.

La sólida formación académica de Manuel Fraga, la extensión e intensidad de su dedicación a la política, su pasión por esta, su sentido de estar al servicio del Estado, por muy anticuado que nos suene hoy día, así como que no ambicionase el enriquecimiento personal, creo que lo sitúan en un escalón muy superior al que ocupan casi todos los políticos actuales. De muchos de éstos pienso que también habrían sido franquistas o, por ser más exactos, que habrían participado en dicho régimen dictatorial de haber llegado a la edad adulta con Franco en el poder, aunque alardeen de convicciones democráticas (bastantes se han construido un pasado ficticio de valerosa oposición al “caudillo”) y se prodiguen en pronunciar tópicos sobre la democracia, descubriéndonos el Mediterráneo.

Fraga fue un político genuino, espontáneo, completamente alejado de la mercadotecnia, que no repetía lugares comunes, al que “le cabía el Estado en la cabeza”, como dijo Felipe González de él, probablemente con calculada estrategia en ese halago, del mismo modo que lo nombró pomposamente “Jefe de la Oposición”, pero destacando a fin de cuentas una característica de Fraga. Fue un político que decía lo que pensaba, alguien absolutamente refractario a esa autocensura uniformadora y esclerotizante del pensamiento que ha venido en llamarse “lo políticamente correcto”.

Algunas de sus ideas se habían ido quedando anticuadas, trasnochadas, muy alejadas del modo de pensar de la mayor parte de la ciudadanía, lo mismo que algunas de sus formas; pero tenían la virtud de que eran suyas, no aconsejadas por asesores de imagen o por las encuestas. También era muy suya esa manera atropellada de expresarse, su vehemencia en la defensa de sus ideas y principios y bien porque ni siquiera admitiera rebajarse a la condición de arcilla moldeable, bien porque le resultara imposible cambiar, se mostraba públicamente tal y como era y no como supuestamente hubiera debido hacerlo para conseguir más votos, aunque tenerlos los tuvo y muchos, sobre todo en Galicia.

Le eran también consustanciales a Manuel Fraga las explosiones del carácter, los arrebatos, la impulsividad y dicen que muchos de sus colaboradores le tenían miedo, aparte de que les hacía trabajar mucho. Al mismo tiempo hay quienes han destacado su lado sensible, su emotividad, su sentido del humor y su cortesía en el trato personal.

A buen seguro, Fraga debió padecer durante años esa forma de sufrimiento que produce la soberbia cuando alguien se siente de veras más que otros y ve que sin embargo lo superan en realizaciones, en logros concretos, en resultados; otros que son preferidos por quien decide, ya sea una persona concreta, ya esa masa difusa denominada, hasta hace no mucho, “el pueblo” y, más recientemente, “el electorado”, “los votantes”. Debió resultarle particularmente doloroso que una medianía intelectual, alguien de trayectoria mucho menos brillante, como Adolfo Suárez, aunque tuviera muchas otras virtudes, fuera el elegido para encabezar el gobierno que sucedió al de Carlos Arias Navarro y que dirigió la transición a la democracia. A menudo los listos, los astutos, los que están más abiertos a los demás, los que son más dúctiles a las circunstancias prevalecen sobre los inteligentes. Bastantes de éstos están más encerrados en sí mismos y algunos de ellos se empeñan con cierta terquedad en imponer sus puntos de vista, convicciones y preferencias, esperan que los demás admitan su autoridad a la vista de sus méritos y capacidades y les cuesta encajar que la realidad no se pliegue a sus deseos, les cuesta mucho más adaptarse a ella que a los simplemente listos o astutos. Pienso que en Fraga había algo de esos rasgos frecuentes en los que tienen un alto coeficiente intelectual o una gran inteligencia académica.

Es más que probable que durante años Fraga experimentara una honda frustración al ir dándose cuenta de que jamás sería presidente del gobierno de España, aunque más adelante tuviera la satisfacción de ser profeta en su tierra y de ver a su criatura política, al Partido Popular su aportación más sobresaliente y duradera a la política española, junto con el hecho histórico de ser uno de los redactores de la Constitución de 1978gobernar durante dos legislaturas (1996-2004) y haya llegado a ver en sus últimos días su vuelta al poder. Aunque barrunto que esa frustración se habrá visto paliada por su personalidad, por pertenecer a esa clase de personas que siempre encuentran objetivos y estímulos en su vida, actividades y tareas sobre las que volcar toda su energía y aptitudes.

Pero a pesar de haber sido uno de los actores principales de la escena político española durante bastantes décadas, probablemente le acompañó siempre la idea lacerante de no haber llegado hasta donde le correspondía, así como la convicción de que el pueblo español se equivocaba al no darle mayor confianza y de que él habría gobernado mejor que los que fueron elegidos por los votantes.

Posiblemente Manuel Fraga murió con mucha complacencia por la vasta tarea realizada, satisfecho íntimamente de sí mismo por el ingente esfuerzo desplegado, por la intensidad con que vivió, por haberse bebido la vida a grandes tragos y apurando hasta la última gota; pero también con la pena de no haber tenido la oportunidad, siempre anhelada, de ser presidente del gobierno de España. Quizás también pensara con amarga nostalgia, como les ocurre a casi todos los que se vuelcan completamente en lo profesional y más aún en lo público, que no disfrutó lo suficiente de su vida familiar, que su mujer y sus hijos fueron injusta e incluso egoístamente preteridos por su vocación, su ambición y su dedicación políticas.

1Wikipedia

Plenilunio (Antonio Muñoz Molina)

Reseña, comentario, recensión o crítica de la novela "Plenilunio" de Antonio Muñoz Molina, publicada en 1997 (editorial Alfaguara). 


Plenilunio, novela de Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén 1956), publicada en 1997, funde con maestría el relato y la reflexión, la acción y el pensamiento. Es mucho más que una historia de crímenes. Mucho más que el relato de su investigación por un inspector de policía, personaje principal de la novela y del que no llegamos a conocer nunca el nombre. Es una historia realista en la que el crimen y el criminal están desprovistos de los atributos de brillo, interés o inteligencia con que suelen ser adornados en nuestra imaginación y en muchos relatos. Lejos de ser un bello arte, como alguna vez se ha considerado en la literatura, el asesinato puede ser cutre y el asesino un pringado. Es la constatación de que el criminal no es alguien distinto en apariencia de los demás. Es alguien que está entre nosotros, alguien con quien te puedes estar cruzando a diario y cuya condición de criminal no puede ser advertida ni en su rostro, ni en su mirada, ni en su voz. La víctima y el crimen mismo pueden ser prácticamente un producto de la casualidad, una mezcla de azar y arrebato. El asesinato en que no hay relación previa entre víctima y asesino es con frecuencia algo que podría haber sucedido o no y que no responde a un plan perfectamente trazado por quien lo comete. Por cada víctima hay probablemente unas cuantas personas que podrían haberlo sido y que ignoran por completo lo casual de que sigan vivas, que desconocen la azarosa combinación de circunstancias, a veces, el acaecimiento de un hecho nimio, trivial, aparentemente irrelevante, inadvertido para todos menos para el asesino y que les salvó del sufrimiento y de la muerte.  


Habitualmente la literatura, como también ocurre con la ley, aborda el crimen desde la perspectiva del asesino, tiende a la despersonalización de la víctima, a darle una consideración cercana a la de cosa, a olvidarse de ella. Esta novela tiene la virtud de enfocar el crimen principalmente desde la perspectiva de la víctima, de hacernos partícipes de la atroz experiencia de ser asesinado, de la temprana pérdida de la vida por una fatal casualidad. Ocurrido un asesinato, la víctima tiende a ser olvidada rápidamente y la atención de todos se centra en el asesino, en la averiguación de quién ha sido, en la explicación de su conducta y en su castigo. Todos contribuimos al cruel olvido que rodea pronto a la víctima. Sólo sus más allegados sienten el vacío que su ausencia deja en el mundo. Plenilunio es en alguna medida una inteligente denuncia de esa injusticia, un alegato tácito, la única forma literariamente tolerable, contra esa lógica de las cosas que no es producto de una decisión consciente o deliberada de nadie, ni de la maldad del género humano, pero que se produce siempre, inexorablemente. Plenilunio nos enfrenta a esa hiriente  realidad, mira con piedad y ternura a la víctima y lucha contra su olvido con las modestas armas de la literatura, transmitiendo esos sentimientos al lector.     

Antonio Muñoz Molina despliega en esta narración, una vez más, sus excepcionales dotes para la observación, tanto de lo humano como de lo físico, de las personas y del entorno en que se desenvuelven. En esta novela adquiere también carácter de protagonista una pequeña ciudad española de provincias de una época que, sin quedar totalmente precisada, cabe situar en los años ochenta, probablemente a comienzos de esa década. El lector se ve transportado a los ambientes, la música, los lugares, los objetos que rodean a sus protagonistas y, sobre todo, llega a penetrar en su psicología, sus relaciones amorosas y familiares, sus vidas profesionales, sus motivaciones, sus conflictos, sus frustraciones, sus placeres, sus logros, sus anhelos, sus sentimientos. Observamos en los personajes los grandes cambios que se van produciendo paulatinamente en lo que las personas esperamos de la existencia según vamos cumpliendo años, pasando etapas y las cosas nunca resultan tal y como quisiéramos, ni como nos las habíamos imaginado, el desvanecimiento de las ilusiones y al mismo tiempo la necesidad de seguir encontrando siempre estímulos para seguir adelante. En sus páginas se contempla la vida y el mundo desde los ojos de una niña, de un anciano, de una mujer de mediana edad, de un policía, de un criminal, de las víctimas, de sus familias y de los ciudadanos anónimos más o menos ajenos a los hechos. Leyendo Plenilunio uno se siente la víctima, el asesino, el inspector que pugna por descubrir quién es, la profesora de la víctima, la esposa del inspector, el anciano sacerdote que había sido profesor del inspector en sus tiempos en el internado, etc. La capacidad de ponerse completamente en la piel de personajes muy distintos, de crear personas completas, complejas, con muchos matices, verosímiles y no meros arquetipos o bosquejos de seres humanos es otra de las grandes virtudes literarias de Antonio Muñoz Molina.

El narrador es a veces alguien que observa desde fuera y otras veces son los propios protagonistas, sin que haya violencia en ese salto, sino que el relato fluye con naturalidad. Hay fragmentos de una fuerza narrativa sobrecogedora en que el lector se hace uno con quienes sienten el miedo en carne propia e interioriza las secuelas, las marcas que deja el terror en quien ha estado a punto de morir violentamente o en quien tiene que convivir a diario con la posibilidad de ser asesinado y se ve forzado a vivir en permanente alerta, con la sospecha de ser observado, acechado, de que ahí fuera hay quienes querrían verlo muerto. El lector vislumbra el terror y el sufrimiento que pudo llegar a sentir quien fue asesinado, lo que pudo llegar a pasar por su mente. Al mismo tiempo, sin incurrir en idealizaciones, hay en Plenilunio una cierta mirada poética del mundo y de la vida. Se aprecia la trascendencia de lo común, de lo cotidiano, la importancia de tantos detalles aparentemente irrelevantes. El escritor nos hace ver lo que muestran o esconden las miradas, los gestos, el tono de voz, los silencios y las palabras. La prosa es muy precisa y las escenas violentas están hábilmente dosificadas. No elude lo sórdido y escabroso, pero tampoco se deleita en ello.

Aunque Sefarad (reseñada en este mismo blog) me pareció una obra más ambiciosa y lograda, una pieza de orfebrería literaria en la que Antonio Muñoz Molina ha combinado primorosamente la novela, el ensayo y la confesión, es probable que Plenilunio les resulte más atractiva a quienes buscan en las novelas una trama y su correspondiente desenlace, algo de intriga e incluso alguna que otra sorpresa, todo ello narrado con innegable talento y, sobre todo, mirado con su excepcional capacidad de observación y de penetrar en el interior de las personas, en ese reducto íntimo que a veces es confuso para nosotros mismos.


En definitiva, Antonio Muñoz Molina ha logrado en Plenilunio un buen equilibrio entre acción y reflexión, una obra que probablemente resulte más que aceptable para quienes buscan valor literario y no huyen de la complejidad y que, al mismo tiempo, puede resultar atractiva para un público bastante amplio. 

Aunque me temo que ni por esas convenza a los que buscan una rápida sucesión de hechos a ritmo trepidante, con mínimas descripciones, sin reflexión ni profundidad, con una prosa anodina, ni tampoco a los amantes de historias de santos griales, teorías conspiratorias universales, intrigas vaticanas, apariciones de la virgen, predicciones apocalípticas, manifestaciones de espíritus de ultratumba o similares, gustos que como suele decirse de las sentencias judiciales, con mayor o menor sinceridad, "respeto, pero no comparto".

Foto: Antonio Muñoz Molina y su esposa, Elvira Lindo, también escritora. (http://antoniomuñozmolina.es/album/

jueves, 26 de enero de 2012

Un apunte sobre el nacionalismo catalán

Mi visión personal y a vuela pluma sobre el nacionalismo catalán, con alguna referencia tangencial al vasco. No pasa de ser un apunte y, como se decía en los dictámenes jurídicos hasta hace no muchos años, lo "someto gustoso a cualquier otro parecer mejor fundado"; pero ahí lo dejo, en la inmensa galaxia cibernética, "to whom it may concern".

Hace ya algunos meses, demasiados incluso, un amigo muy querido me envió un artículo de Alfonso Ussía, que llevaba por título "El Niño Oriol", y en el que el satírico columnista y escritor glosaba una comida con la familia Pujol. Su lectura me hizo pensar, otra vez, en el nacionalismo catalán, un tema recurrente en la vida española (y lo que nos queda) y que, por razones biográficas, familiares y, en consecuencia, también afectivas, me concierne especialmente. Y, a raíz de ello, lo que empezó siendo un correo electrónico se convirtió en un borrador de artículo que hoy he terminado.Un correo que empezaba así. 


Divertido artículo de Ussía, sí, aunque dudo de la autenticidad íntegra de la anécdota de la comida. Parece más bien una exageración cómica, una ficción a partir de algún elemento real. Por ejemplo, o "verbi gratia" que dicen los más cursis, puede ser tan sólo que el jamón se lo pusieran los emperifollados camareros más a mano al meu amic y Molt Honorable Jordi Pujol y que aquel, presa de una torrencial e incontrolable segregación de jugos gástricos, a la vista y aroma de un excelente y españolísimo jamón serrano –quizá de Jabugo, es decir, de la "atrasada y holgazana Andalucía" o de Guijuelo, de la "cerril y montaraz" Castilla, la del pelo de la Dehesa, por más señas–, se llevara, sin apenas darse cuenta de ello, la parte del león.

Mas todo es posible. Bonita, aunque arcaizante, conjunción adversativa la del apellido del "Rey Arturo de Cataluña". La quitaron del Padre Nuestro hace unos años y la sustituyeron por la vulgar conjunción copulativa "y" ("y líbranos, Señor, del mal"). De cualquier modo, todas nuestras "denuncias" son inútiles, aunque sean muy loables moralmente, más que nada por las tergiversaciones, falsedades, adulteraciones históricas, mixtificaciones, mentiras e hipocresías que abundan en el sustrato ideológico de los nacionalistas vascos y catalanes. Querer ser independiente es de todo punto legítimo; pero engañar no lo es. Y dejarse engañarse por pereza, comodidad, pusilanimidad, beneficio económico o un sentimiento tribal de pertenencia a un clan supuestamente amenazado por un enemigo exterior, tampoco lo es.


Sin embargo, ambos movimientos políticos se vienen llevando el agua a su molino desde hace ya 30 años y seguirán haciéndolo. Su estrategia es demoledora. Resultan con frecuencia decisivos para la formación de mayorías estables en las Cortes, favorecidos por una ley electoral que prima la concentración geográfica del voto. Aparte, con el control absoluto de la educación, de las televisiones autonómicas y de las licencias de las emisoras de radio, vienen formando conciencias a su antojo y tienen, por ello, ganada la batalla ideológica en el largo plazo, como ya se va viendo.

Añádase una innegable base previa histórica de sentimiento nacionalista en una parte de la población de esos territorios y que la mayoría de sus habitantes, como ocurre en todas partes, se deja llevar. Ni tiene energías, ni tiempo, ni, en bastantes casos, capacidad para formarse un sentido crítico y alcanzar ideas propias (como pasa en todas partes, por supuesto). Hay que informarse pluralmente, leer, pensar y ser valiente para tener unas ideas que vayan a contracorriente de un discurso oficial tan machaconamente reiterado y tan eficazmente instrumentado. Resulta agotador vivir todo el día alerta y defendiéndose de la inoculación del virus nacionalista. Y someter el discurso dominante a un constante ejercicio de duda metódica, y no digamos llegar a la conclusión, y mantenerse en ella, de su error o falsedad, ha de generar una sensación de alienación y extrañamiento difcícilmente tolerables (quien esté en esa situación debe acabar sintiéndose como el protagonista de la película "El Show de Truman" cuando descubrió que su vida entera era un simulacro de vida, un mundo de ficción creado para ser retransmitido por televisión). Es muy incómodo y, en muchas esferas controladas por el poder, económicamente ruinoso y garantía de marginación. Un suicidio social, en definitiva.

Además, el nacionalismo catalán es rentable económicamente, vive en estado permanente de demanda de fondos, siempre esgrime un supuesto maltrato económico porque Cataluña aporta a la Hacienda de la Administración General del Estado más de lo que recibe, como también les pasa a otras Comunidades Autónomas y, en un manifiesto ejercicio de cinismo, muchos políticos nacionalistas catalanes sostienen que sus reivindicaciones no se oponen a la solidaridad interterritorial que proclama nuestra Constitución y, con frecuencia, arañan algo.

Algunos pocos vascos o catalanes destacados, como Albert Boadella, Juanjo Puigcorbé, Arcadi Espada, Jon Juaristi, Rosa Díez o Nicolás Redondo (hijo) y una pequeña parte de la ciudadanía, algunos actuando incluso de forma heroica, se han atrevido a discrepar del credo nacionalista imperante, muchas veces simplemente a reclamar el respeto de la Constitución y las leyes, y una parte de ellos lo han pagado muy caro, con la marginación profesional y social, la consideración pública de renegados, de traidores a la causa, hasta verse forzados al destierro y ser considerados después como una suerte de marionetas al servicio del centralismo, personas que le bailan el agua a "Madrit", "ninots" que el españolismo más recalcitrante exhibe como prueba de la existencia de una especie de dictadura encubierta del nacionalismo, de la ausencia de una verdadera libertad de pensamiento y opinión.

Por otra parte, no se puede negar que el nacionalismo catalán también es fomentado desde fuera de Cataluña, puesto que existe, desde hace muchísimo tiempo, un cierto prejuicio hacia los catalanes en otras partes de España, a los que se atribuyen rasgos negativos y absolutamente tópicos como el ser tacaños, antipáticos, egoístas o interesados. También el terrorismo de ETA ha causado profundos daños en el afecto del resto de los españoles hacia los vascos, al menos, la duda de si este o aquel serán de los vascos que están a favor o en contra de ETA. 


El españolismo rancio y furibundo, el de los que quisieran ver prácticamente proscrito el uso del catalán y del eusquera y esgrimen beligerantes la rojigualda como una enseña que excluye en lugar de incluir, también contribuye de manera no desdeñable a reforzar el sentimiento separatista de bastantes vascos y catalanes. El españolismo atrabiliario y asilvestrado de quienes les gritan en los estadios a los jugadores de los equipos vascos o catalanes "no son españoles, son hijos de puta". El españolismo populachero y hortera de quienes cuando les ganan se ponen a entonar la melodía con ritmo de pasodoble del "Que viva España" de Manolo Escobar. Ese comportamiento salvaje y absurdo que, contra la lógica más elemental, afirma que vascos y catalanes no son españoles y, al mismo tiempo, quieren que lo sean y lo sientan y que para "estimularles" a ello los embadurna con los insultos más groseros y primarios. Pero, en fin, el odio visceral que con frecuencia tiene asiento en los estadios de fútbol no usa los mismos circuitos cerebrales que el pensamiento racional, lo mismo en el Nou Camp que en el Bernabéu o en el Carlos Belmonte (el estadio del Albacete Balompié), por citar un ejemplo cualquiera.

Hablar del nacionalismo catalán con muchos catalanes es meterse en un terreno donde las susceptibilidades están a flor de piel y, con frecuencia, se percibe una reacción defensiva visceral que impide todo debate sereno. Algunos llegan a negar las evidencias más absolutas como, por ejemplo, el papel totalmente residual del castellano en la enseñanza escolar, convertido en una asignatura más, como el inglés o las matemáticas, para acto seguido defender que el castellano lo aprenden fuera de la escuela, por otros medios. Y, en efecto, los niños educados bajo ese sistema hablan el castellano, muchas veces bastante mal, pero lo hablan y lo entienden. Uno se pregunta cómo lo leen y lo escriben, facetas esenciales para poseer de verdad un idioma y que difícilmente se adquieren fuera de la escuela. 


La defensa frente a la denuncia de esa grave deficiencia del modelo educativo catalán de "inmersión lingüística" la hizo el propio Artur Mas refiriéndose a que también en otras comunidades autónomas no bilingües muchos alumnos hablan, leen y escriben mal el castellano. El President demostró tener muy pocas aspiraciones para los alumnos catalanes y olvidó aquello tan sabido de "mal de muchos, consuelo de tontos".


También se percibe la reacción de rechazo a la injerencia. "Esto es cosa nuestra" y "vosotros" no sois nadie para decirnos a los catalanes lo que tenemos que hacer. Una traslación del lema abortista "nosotras parimos, nosotras decidimos" al terreno de la integración o separación de Cataluña y el resto de España. La respuesta irritada que produce el que alguien se meta a tratar de gobernar nuestras vidas. Pero tampoco se respeta mucho a los catalanes que discrepan, a los que se apartan del dogma nacionalista y han sido innumerables los casos en que ha habido acoso, insultos y hasta agresiones a quienes han defendido públicamente la españolidad de Cataluña. Se minimiza el hecho, se imputa a los radicales que hay en todas partes ("the lunatic fringe", "el fleco demencial", según traducción de Julián Marías) y se mira para otra parte.


Cataluña tiene muchas cosas admirables. Por citar una de ahora mismo, aunque elemental, tiene al Barça en el cenit de su historia. Un equipo que ha maravillado al mundo con su juego exquisito, un club basado en la cantera, que ha sido clave en que la selección española haya sido campeona del mundo, un equipo que se muestra humilde en la victoria, unido como una piña, premiado en diversas ocasiones por su juego limpio, dirigido por una persona mesurada, serena e inteligente y, a la vez, apasionada, como es Josep Guardiola, cuya actitud ejemplar está contraste diario con la de otro famoso entrenador ibérico "de cuyo nombre no quiero acordarme". Guardiola es un entrenador capaz de actos de tanta calidad humana y tan inusitados en el fútbol super-profesionalizado e hiper-mercantilizado de hoy día como el de alinear al portero suplente, Pinto, en la Copa del Rey para que también tenga la oportunidad de jugar con cierta regularidad, lo mismo ante el Hospitalet que ante el Real Madrid y en la mismísima final del año pasado en Valencia, aun sabiendo a ciencia cierta que la mejor opción, con criterios puramente utilitaristas o prácticos, es alinear a Víctor Valdés. Una persona que contribuye a la concordia y al civismo frente a la permanente siembra de cizaña del colega al que no quiero nombrar.


En fin, me consta que sin siquiera salir del círculo de personas muy allegadas, las hay que  discrepan totalmente de mi visión del fenómeno del nacionalismo catalán. Creen que quienes así pensamos vemos fantasmas, que nos hacemos la idea de un ogro terrible que no lo es tal. A la vista de las reacciones que he observado al tratar este tema con familiares, amigos, conocidos e interlocutores casuales, pienso incluso que hasta pueden soliviantarse al leer algunos fragmentos de este artículo. Pero si escribo sobre este tema es porque Cataluña me importa y me produce tristeza y me parece un error la deriva nacionalista que tomó hace ya algún tiempo, en la que sigue avanzando y a la que, con distintos grados de compromiso, se ha unido la casi totalidad del espectro político catalán, a medida que se da el relevo generacional y los nuevos políticos han crecido ya en un ecosistema en el que impera, cual monarca absoluto, el "dogma" de la nación catalana y la negación de la pertenencia de Cataluña a la nación española, cuya existencia llega incluso a negarse por algunos.


Esta exaltación nacionalista, muy aldeana y sumamente autocomplaciente, supone una limitación radical de las posibilidades de Cataluña, la está aislando por las barreras de todo tipo que conlleva, está consumiendo buena parte de las energías de los catalanes y es el carro al que se sube la ambición desmedida de muchos políticos ramplones, de muy cortas miras y a los que sirve de señuelo para que muchos aprieten las filas en torno a ellos acríticamente.


Nota del 18 de marzo de 2012. Busco en Google quién es Félix de Azúa, tras leer un artículo suyo en El País que nada tiene que ver con el nacionalismo catalán y me encuentro con que este poeta, novelista y ensayista catalán, también se larga de Cataluña, harto del "monólogo del nacionalismo catalán" y del odio al castellano. Se niega a que su futura hija sea educada en ese ambiente.

Félix de Azúa, otro exiliado del totalitarismo del nacionalismo catalán

El nacionalismo es la peor construcción del hombre" (Mario Vargas Llosa)