sábado, 12 de mayo de 2012

Arcángeles con ruedas (binomio fantástico)


Canción de los ángeles
William-Adolphe Boeguerau, 1881


Si los arcángeles tuvieran ruedas en los pies en vez de alas a la espalda, el cielo estaría lleno de todas esas cosas que los hombres han inventado a partir de la rueda: bicicletas, trenes, coches, camiones, autobuses, tractores, etc., pues aquí tenemos unos cuantos ingenieros ávidos por crear objetos útiles, hartos de las disquisiciones filosóficas con que muchos entretenemos la eternidad en las alturas.

Esos pobres niños negros, a los que varios ex-obispos insisten en bautizar, muertos tan prematuramente por el hambre y la enfermedad, esos que tanto disfrutan de tener al fin agua, medicinas y tres comidas al día, ocuparían sus días en un incesante ir y venir, pedaleando felices sobre sus triciclos.

San Isidro tendría una vida más cómoda y sobre todo la recua de bueyes con que ara los campos del cielo. Esos bueyes que tanta pena le dan a San Francisco. Y éste dejaría de abusar de la paciencia de Dios rogándole continuamente que les deje descansar. Pide que tengan al menos descanso dominical. La verdad es que maldita la falta que tenemos de tractores. Afortunadamente producimos todo el alimento que necesitamos, pues tendríamos complicado lo de las importaciones. Aquí en el cielo cuando la cosecha se malogra o es escasa hay grandes disputas por hacer el milagro que nos saque del atolladero. Nos sobra gente capaz de ello. Hace años llegó un hombre de mediana edad, un alto directivo de empresa muerto a causa del estrés y la obesidad. Era un tipo práctico que enseguida se preocupó por el tema de la alimentación y quiso abrir un McDonald's. Hasta ideó un plan para tener suministros regulares de carne y de juguetitos de regalo para los niños, pero en cuanto se enteró de que en el cielo todo es gratis, desistió. Dijo que el Departamento de Expansión Internacional jamás aprobaría ese proyecto.

Si los arcángeles tuvieran ruedas en los pies, San Pedro podría ir en patines hasta las puertas cuando alguien llama a ellas. Se desplazaría veloz y sin fatiga, como esas chicas de Carrefour que van con rapidez y gracilidad de un extremo al otro de la hilera de cajas. Y Dios creería al fin que no exageran ni ejercitan la fantasía quienes le dan cuenta de todos esos artilugios que antes mencioné: bicis, trenes, coches, tractores y demás. El sólo se fía del todo de su hijo, de lo que le contó que había visto en las tres décadas y pico que pasó en la tierra, y cree únicamente que existen carros y cuadrigas tirados por animales. Le parece inverosímil que en dos mil años los hombres hayan podido inventar todas esas cosas. Tampoco termina de creerse lo que le cuentan sobre unos aparatos, los teléfonos móviles, con los que dos personas pueden hablar desde uno al otro confín del mundo y eso que algunos hermanos han venido aquí con ellos en sus bolsillos y se los muestran. Les pide una demostración; pero nunca han conseguido comunicar, dicen que no hay cobertura o que se han quedado sin batería y que sus deudos no cayeron en poner también el cargador en el ataúd. Luego reparan en que aquí no hay enchufes. Algunos, ciertamente osados y con los que los jueces sustitutos parecen haberse relajado mucho en el Juicio Final, le dicen que ellos creyeron sin pruebas en que El se hizo hombre, que al tercer día resucitó, que resucitó a Lázaro, caminó sobre las aguas del mar, multiplicó los panes y los peces, y convirtió el agua en vino cuando las Bodas de Caná amenazaban con resultar un desastre de organización.

Dios no replica. Uno de los secretos de su larga vida y excelente humor es que jamás discute. Se muestra tolerante. No necesita afirmaciones de autoridad. Sí piensa, como alguna vez ha comentado a sus más allegados, que le encantaría disponer de uno de esos teléfonos móviles y poder así enviar sus mensajes a los hombres con toda claridad, para que cada cual deje de entenderle a su manera. También le gustaría darles un sustito a los incrédulos, que de pronto recibieran una llamada suya en mitad de la noche; pero sabe que pensarían que alguien les tomaba el pelo y le colgarían tras insultarle. Le gustaría subirse aquí a alguno de esos ateos, sobre todo si ha sido bueno, y decirle: "ves..., y tú no te lo creías". Pero las reglas son las reglas y la admisión requiere ineludiblemente la creencia. Si diera cualquier muestra de flexibilidad en eso, sus suplentes en el Juicio Final se relajarían aún más, y esto del cielo sería un cachondeo. Aquí somos rigurosos en nuestros procesos de admisión. Nada que ver con la manera en que se suelen hacer las cosas allí abajo, con como administran, por ejemplo, las nulidades matrimoniales los que llevan nuestra delegación principal, la de Roma. Aquí se les ha denegado la entrada a personas muy poderosas e ilustres. Como dije antes, en el cielo no hay enchufes. 

Mentiras y Política





Si preguntáramos por la calle qué condiciones personales hacen falta para triunfar en política, es probable que muchas personas incluyesen entre ellas la falta de reparos para valerse de la mentira y cierta destreza para el engaño y el disimulo. No pocos mencionarían también que un político ha de tener el descaro necesario para negar lo evidente y mostrarse imperturbable aunque lo cacen en una contradicción manifiesta entre lo que dijo o prometió antes y lo que dice o hace después, o la habilidad suficiente para justificar las razones del viraje y presentarlas siempre como ajenas a su voluntad y responsabilidad.

Muy posiblemente saldría a relucir también la capacidad de esconder lo que en verdad opina o proyecta hacer, velándolo tras una densa nube de cháchara. Se consideraría una condición esencial para el éxito que su discurso político transite siempre por una zona de seguridad, que no rebase la linde del plácido terreno de las generalidades o vaguedades y se recree en las intenciones u objetivos sobre cuya bondad existe un consenso generalizado, esto es, que sus palabras no comporten riesgo alguno, que no le comprometan a nada concreto, ni generen tampoco oposición.

La visión que los ciudadanos tienen de la política es tan descarnada que muchos convendrían en que un político de éxito ha de conducirse con arreglo a lo que Nicolás Maquiavelo dejó escrito en una carta de 1521: "Desde hace un tiempo a esta parte, yo no digo nunca lo que creo, ni creo nunca lo que digo, y si se me escapa alguna verdad de vez en cuando, la escondo entre tantas mentiras, que es difícil reconocerla”. Suprimirían, eso sí, la salvedad inicial, ya que acota la duración de la falsedad.



Que la mentira y el poder caminen cogidos de la mano en las dictaduras parece natural, ya que el control de la información es consustancial a ellas. Los dictadores cuentan con medios para presentar a la población una realidad alternativa, acomodada a sus intereses, y cuyo principal material constructivo es la mentira, la cual adopta tanto la forma de ocultación de hechos, como de su invención. Se genera así una imagen enteramente distorsionada de la realidad, que suplanta a ésta. Además, si la falsedad llega a descubrirse o se extiende la sospecha de ella, las consecuencias para el poder establecido rara vez son graves, dada la mínima capacidad de respuesta de los pueblos oprimidos por un dictador.

Es notorio que la mentira tiende a multiplicarse. En su código genético está grabado de forma indeleble el instinto de reproducción. El riesgo de que una mentira sea descubierta, o su descubrimiento mismo, se conjuran o contrarrestan, respectivamente, mediante otra mentira, conformando una serie que tiende al infinito. Aun así, más llamativa resulta sin duda la notable abundancia de mentiras en la vida política de las democracias. Aunque con imperfecciones y en muy distinto grado según los países, en ellas opera el derecho a la libertad de expresión y suele haber cierta pluralidad informativa, por lo que siempre hay alguna voz que pone en evidencia la mentira, y esa voz tarde o temprano se corre. Por tanto, que la mentira política prolifere también en las democracias no puede tener otra causa última que la falta de reacción ante ella por parte de los ciudadanos, una tácita admisión o tolerancia de la misma.

Esa relativa aceptación de las mentiras de los políticos se debe, a mi juicio, principalmente a tres causas. En primer lugar, hay un componente ético. Bastantes personas consideran que mentir es natural y hasta lícito, piensan que el logro de determinados objetivos lo legitima, máxime si lo que está en juego es llegar al poder o mantenerse en él ("el fin justifica los medios"). En segundo lugar, los ciudadanos quieren ilusionarse con algún proyecto político, tener la esperanza de un futuro mejor, y en época de elecciones adoptan una predisposición favorable a la credulidad. Frecuentemente votan a los políticos que más y mayores promesas hacen. Ese mecanismo de estímulo-respuesta, que anuda el voto a la mentira en las democracias, es el germen de la mentira política por excelencia: la promesa electoral incumplida. Por último, la extensión y proliferación del uso de la mentira entre los políticos de diverso signo conlleva que también aquellas personas a las que la mentira les resulta éticamente reprobable, y hasta les indigna, reaccionen escasamente ante ella. Participan de la resignada convicción de que la sinceridad y el cumplimiento de la palabra dada no tienen cabida en el vademécum de los políticos y que a ese respecto "todos son iguales".

El precipitado lógico de todo ello es que la mentira seguirá abundando en la política, ya que mentir suele salirle prácticamente gratis al político, y presenta por el contrario claras ventajas, tanto para el logro del poder como para su conservación.