viernes, 2 de marzo de 2012

MISCELÁNEA

Aviso para los navegantes, con rumbo fijo o errantes, que aquí recalan: 

Hoy he compuesto una entrada a base de retales, de improvisadas intervenciones en conversaciones o debates cibernéticos iniciados o provocados por los textos, normalmente muy breves, que escribe casi a diario Antonio Muñoz Molina en su página web. A menudo son verdaderas joyas. Me refiero, obviamente, a sus escritos, no a mis intervenciones, que luego me dicen que no tengo abuela (de golpe caigo en que esa frase hecha, y como tal dicha irreflexivamente, es ahora una verdad, que ya no tengo abuela).

Son ideas expuestas rápidamente sobre la poesía, sobre los libros que me gustan, sobre la educación (enseñanza), sobre la corrección del lenguaje y sobre las opiniones de los no expertos en cualquier  campo. En el frontis hay unas frases sobre la culpa que el otro día me vinieron a la cabeza y suelto aquí para liberar espacio.


Breverías

Sobre la culpa:




“La culpa es una extraña propiedad: todo el mundo la considera ajena”.

“La culpa nos hace a todos generosos: se la cedemos siempre a otro”.

“La culpa es un hijo muy feo que nadie quiere reconocer”.



IDEAS, OPINIONES, GUSTOS, ETC. (TODO A VUELA PLUMA).


Sobre la poesía

No leo mucha poesía, pero a veces recurro a ella para curarme de logicismo, para darle alas a la mente, para dejar que mi cerebro se libere de corsés, empaparme de sentimientos y admirar el espectáculo de las posibilidades infinitas de la lengua. En ella he encontrado intuiciones asombrosas que a un filósofo o a un físico les llevaría cientos de páginas tratar de explicar.

Una buena amiga, moderadamente aficionada a la lectura, me confesó tiempo atrás su incapacidad total para leer poesía. Sentí lástima de ella, de que no pudiera ni por un momento tener las sensaciones que puede transmitir la poesía, el cosquilleo del alma, la resonancia íntima de las palabras, su música, la adjetivación sorprendente, etc. Yo la siento de mi mismo por no ser capaz de disfrutarla más, por sorprenderme tantas veces tratando ante todo de entenderla.
No creo que haya literato medianamente sensible que no desee íntimamente haber sido tocado por el genio de la poesía. Por su música, por su síntesis, por la posibilidad de perdurar en la memoria de los hombres y transmitirse oralmente, por la fuerza de los sentimientos que despierta, porque va directa al corazón, la poesía se mueve en un orden superior, por más que vaya quedando arrinconada y deviniendo cada vez más minoritaria.
En la disyuntiva entre lo prosaico y lo poético, ¿qué alma no atrofiada no prefiere lo segundo?

Sobre los libros que me gustan

Si el lenguaje no me atrae, ya sea por la belleza, la fuerza, la precisión, el atrevimiento para innovar, su correspondencia con el personaje, la situación o los sentimientos que se pretende transmitir, los libros me dejan frío. La trama por sí misma no es lo que me estimula para leer. Eso cabe en un esquema, aunque aprecio por supuesto que la lectura me despierte las ganas de saber qué más va a ocurrir.
Por referirme a algún “best seller”. Me habla mucha gente con admiración de “Los Pilares de la Tierra”. Lo he intentado leer hasta por dos veces y los aspectos formales me echan para atrás, se me me cae de las manos, tanto por la ramplonería del estilo, por más que se recree en las descripciones arquitectónicas (casi peor), como por la simplicidad de una narración lineal, puramente cronológica (al menos así la recuerdo en las 200 páginas que he llegado a leer). No veo creatividad, arte, sino una especie de relato que casi cualquiera podría escribir, dejando al margen la capacidad para imaginar una historia, lo cual valoro, pero no me basta para disfrutar con un libro. Diría que una cosa es redactar y otra escribir. Y libros como ese me parecen más redacción que escritura.
Dudo que sepa explicarme bien. Hay quienes piensan que los que rechazamos esos libros “planos”, buscamos “frases bonitas”, descripciones prolijas, fragmentos grandilocuentes, que requieren ser declamados, pero todo eso me repele. Eso es una caricatura burda de la literatura.
Me gusta que haya belleza y también que las novelas me hagan pensar, que me exijan algo, a veces incluso mucho, tanto la historia o trama como los aspectos formales, no saber bien en ocasiones quién habla, en qué momento, un diálogo escondido en un texto en que habla el narrador, una barrera difusa entre lo pensado y lo dicho, momentos de desorientación que me fuerzan a reubicarme, a colocar las piezas.
También me atrae que por las entretelas de la narración se cuelen ideas, reflexiones, sensaciones, sin que se trate de tesis. Esos personajes que hablan como un ensayo, meros pretextos para que el autor opine, se cargan el invento, desaparece toda verosimilitud y la novela ha de ser un engaño eficaz, nos la tenemos que creer (la verdad de las mentiras, en palabras de Vargas Llosa y puede que de más escritores).
El otro día me alababan a Isabel Allende. Tomé de un libro suyo (“Hija de la Fortuna”) una página al azar y las situación, la descripción del personaje, particularmente los adjetivos, me resultaban tan tópicos, tan librescos, que me hicieron sentir que estaba ante un bodrio. Me daba risa que eso pudiera considerarse algo de mérito.



Sobre la educación (en un debate cibernético iniciado por Antonio Muñoz Molina)
Comparto con Antonio Muñoz Molina eso de que los que alzan la voz son los que hablan de oído y repiten consignas o muletillas ideológicas y que haría falta escuchar a los que de verdad enseñan o dirigen centros de enseñanza, a los que se enfrentan a los problemas auténticos y conocen la realidad de la enseñanza, de los centros, los programas, los libros de texto, los alumnos, los padres, las cuestiones económicas, la aplicación de las normas, etc., etc.
Pero lo que más me ha llamado la atención han sido los testimonios: el que transcribe Antonio (blandura y consentimiento de los padres, sobreprotección que conlleva inmadurez, ocultamiento de la realidad), el de José Carlos P.T. (vandalismo y falta de civismo y su agudo análisis de si realmente aprenden algo que valga la pena), el “¿eso es legal?” de Eduardo Cas (aprovechar la ausencia de un profesor para dar una clase más de otra asignatura), las diferencias en la educación en la familia que cuenta Consuelo entre ¿Alemania? y España; y otros muchos que me dejo, pero que igualmente me han parecido muy valiosos y me han hecho pensar.
También las alusiones a los vaivenes legislativos y las mudanzas, muchas veces superficiales, que los cambios de gobierno vienen provocando en la enseñanza, como un reflejo automático.
Pero, aparte de que coincido con alguien que dijo que los que estamos aquí no somos del todo representativos, me domina un sentimiento de negatividad y desesperanza sobre la forma de ser de las generaciones futuras y, por tanto, sobre el resultado del proceso educativo, más por el ambiente social y familiar que por la influencia del colegio o el instituto y una sensación de inutilidad de este debate y de prédica en el desierto, de desesperanza radical en que algo de que lo deseamos se convierta en una realidad.
A fin de cuentas, la sociedad actual idolatra el consumo, valora el tener, se rige por el pragmatismo, poniendo la utilidad máxima en el dinero, en enriquecerse, es crecientemente inmadura, no hay deseo de conocimiento verdadero, desprecia bastante la racionalidad, domina la concepción de que somos titulares de derechos, pero no deberes; en unos aspectos sobreprotege a los niños (p.ej. frente a cualquier castigo, recriminación de los profesores o exigencia de reciedumbre) y en otros los descuida y abandona (escasez de tiempo disponible y/o tiempo dedicado por los padres a ellos, a su educación), etc.
Educar es muy difícil, pero como padre voy viendo una cosa clara, hay que frenar la exigencia de estos niños actuales que no paran de pedir, que piensan que todos y todo está a su servicio. El mío me recriminaba hoy una corta espera en el colegio a que yo llegara, luego se quejaba de que no hubiera en casa las galletas que le gustan (había otras variedades y hasta algo de tarta), después no ha querido ponerse una prenda que no le gusta…
Esa prenda, por cierto, es heredada de mi hermano pequeño. Mi madre, mujer de otro tiempo, lo guarda prácticamente todo, más si lo considera valioso (y muchas cosas se lo parecen). Era una cazadora marca Lacoste. Podría haber tratado de convencer al niño con el argumento de la marca prestigiosa, pero... ¿Cómo aspirar entonces a que el día de mañana no nos “exija” algo que no queramos o no podamos comprarle? ¿Cómo esperar de él que no sea tan estúpido de creerse más o menos que otros por llevar ropa de una marca determinada?.
Educar es muy difícil, desde luego. Creo que es probablemente el campo en que mayor salto hay entre la teoría y la práctica. Y en el caso de los padres es más si cabe una labor constante, que nunca acaba porque, además, los niños nos observan y nos imitan, se dan cuenta invariablemente de nuestros valores verdaderos, detectan sin excepción las incoherencias entre lo que decimos y lo que hacemos.

A un corrector impenitente

Era consciente de que al escribir rápidamente y sin someter lo escrito a corrección alguna, podría ser objeto de su maniático hábito de corregir y de su propensión a la ultracorrección. Es probable que usted tenga sólidos conocimientos gramaticales, pero dudo de que le acompañe “el genio del idioma”, concepto que probablemente no encuentre en los lóbregos y áridos manuales o tratados de gramática española que intuyo son de su gusto.

El idioma no evolucionaría nunca si nos atuviéramos únicamente al criterio de la corrección. Y se lo dice alguien que aprecia, en general, la corrección en el habla y más aún en la escritura; pero la virtud puede devenir en vicio llegados a ciertos extremos.
¿Acaso tiene un mínimo de realismo que una palabra no exista un día y exista al día siguiente o, por ser más precisos, “valga” o “no valga”, sea correcta o incorrecta, por razón de que los señores de la Real Academia Española han decidido darle su beneplácito o un mero nihil obstat, presos de la desazón?
Desmenuce es incorrecto como sustantivo y lo correcto es decir desmenuzamiento. Eso dicen las normas y lo sabe mucha, muchísima, gente, pero… ¿Perciben sus rígidos y censores oídos el aire informal y transgresor que desprende “desmenuce” y que por ello conlleva, con justicia, rebajar la importancia de su labor correctora y de mi réplica?
Y conste que esta incorrección que me censura no es desde luego ninguna aportación de mérito a la evolución del lenguaje, a su modulación o adaptabilidad, tan necesarias para que se puedan transmitir emociones, matices, sutiles diferencias, a través de él. Dicho sea de paso, sospecho que es Vd. impermeable a las emociones, salvo esa bastante baja y pobretona de disfrutar señalando a los demás cualesquiera errores que puedan cometer.
Pero esa disposición moral, aun pareciéndome claramente rechazable y acompañándole en el sentimiento por poseerla, la considero algo secundario. Lo que me parece realmente nefasto es que son Vds., los que así piensan y así miran todo lo escrito, hasta la narrativa y la poesía, ¡que ya son ganas!, un freno a la riqueza de la lengua. Son tan nocivos para su progreso y el despliegue de su potencialidad como aquellos otros que, por ignorancia o falta total de respeto a la más mínima convención, cometen error tras error. Como Vd. seguro conoce, los extremos se juntan.
Y ahora con su permiso, cliqueo en “Deje un comentario” sin revisión alguna y dése el dudoso gusto de volver a corregir…


Sobre las opiniones de los no expertos en una materia

Por mi profesión tengo contacto frecuente con las leyes y la justicia y, por supuesto, me parecen muy valiosas las opiniones que sobre ellas formulan los profesionales (jueces, abogados, fiscales, procuradores, notarios, registradores, funcionarios, etc.), por lo general bastante más fundadas que las de las personas que tienen un contacto puntual con este mundillo.
Pero he conocido también opiniones sensatísimas de los legos en Derecho, como se les suele llamar a los no profesionales de “esto”. Aprecio también en ellos la ventaja de no dar por sentadas y aceptadas malas prácticas, imperfecciones y sin sentidos que a los metidos en el medio nos resultan ya demasiado naturales y en los que rara vez reparamos. Además, los profesionales del Derecho, como cualesquiera otros, cuando opinan lo hacen ante todo en defensa de sus intereses y sólo en muy contadas excepciones, prácticamente nunca, se observa una mínima autocrítica. La culpa de los males de la justicia es siempre de otros.
A mi juicio lo que hace valiosas las opiniones son tres cosas, que enumero por orden de importancia: (i) la intención que las guía y actitud desde la que se emiten (construir o destruir; la neutralidad o la protección de intereses; la templanza o exaltación; el prejuicio o la racionalidad; el amor o el odio del objeto/sujeto de la opinión, etc.), (ii) la inteligencia de quien las formula, y (iii) el conocimiento de la materia, normalmente coincidente con el grado o alcance de las experiencias que se tienen del ámbito al que se refiera la opinión (aunque todas las visiones son subjetivas y parciales, está claro que a mayores experiencias, mayor representatividad o fundamento de lo que se dice).
Por ello, la descalificación apriorística y generalizada de la opinión de los no expertos me parece una postura equivocada.