sábado, 11 de febrero de 2012

Manuel Fraga Iribarne. Una hipótesis sobre su fuero interno.

Un apunte sobre Manuel Fraga Iribarne con especial hincapié en la formulación de algunas hipótesis sobre los sentimientos y pensamientos más íntimos que pudo albergar. Un "esbozo conjetural" de lo que pudo pensar sobre su vida y su carrera política. Una dicotomía que, según la escribo, encuentro ficticia, pues pienso que para él se trató de una unidad indisoluble, como también pensaba que lo es España.


La muerte de alguien tan relevante en la vida pública española de los últimos cincuenta años como fue Manuel Fraga Iribarne (Villalba, Lugo, 1922 - Madrid 2012), para muchos “Don Manuel”, mueve a hacer balance de su papel en la política española y de su persona, en general. No pretendo hacer aquí un repaso detallado de su trayectoria, a lo que se han dedicado los medios en las últimas semanas, con artículos muy completos. Quiero tan sólo dejar un apunte sobre su figura y un esbozo conjetural de algunos de los sentimientos que pudo albergar.

A mi modo de ver, Fraga fue ante todo un zoon politikon, un “animal político”, alguien que experimentó con singular fuerza la vocación política, que se sintió llamado a eso que se llama vagamente “la cosa pública”, “a servir al Estado”, idea esta última ya caída en desuso, tanto para bien como para mal, pues considero que ese concepto es ambivalente. Dotado de una gran inteligencia, por lo menos académica, de excepcional memoria y de muchísima determinación para muchos excesiva incluso, se preparó a conciencia para ello y, empujado por la ambición y esa descomunal energía que tuvo siempre, llegó siendo aún bastante joven al cargo de ministro de Información y Turismo con Franco. Pienso que de haber pervivido la Segunda República habría sido republicano, o al menos se habría mostrado como tal, o de haber llegado a la política bajo una monarquía parlamentaria probablemente la forma de organización política que prefería, un convencido monárquico. Por encima de todo le guiaba el deseo de hacer carrera política, en el mejor sentido de esa hoy denostada expresión, de ejercer poder, de regir, participar o influir en el destino de España otra fórmula que suena arcaica, pero que presumo estaba en su mente, de impulsar su desarrollo y modernización.

Probablemente coincidía con algunos valores del franquismo como, por ejemplo, en su moral tradicionalista y católica, aunque dentro de las limitaciones del régimen cabía calificarlo de aperturista y no incurrió nunca en extremismos religiosos y morales como los del Opus Dei, organización muy influyente durante parte de su carrera política. Se alejó siempre de los postulados de los sectores más inmovilistas del franquismo y, ya fuera por auténtica convicción democrática o por sentido de la realidad y la supervivencia política, contribuyó a la reinstauración de la democracia en España.

Mi impresión es que ante todo Fraga se adaptó al medio político que “tocaba”, a “lo que había” al llegar a la edad adulta, como probablemente lo siguió guiando el instinto de supervivencia política en sus diversas adaptaciones posteriores, entre las que me permito destacar su tránsito en pocos años de político reacio al Estado de las Autonomías a adalid de estas, cuando la evidencia de que él no era el candidato de la derecha capaz de ganarle unas elecciones a Felipe González lo llevó de vuelta a Galicia, de cuya Xunta fue presidente entre 1990 y 2005.

Probablemente, el episodio más oscuro de su trayectoria sean los sucesos de Vitoria en marzo de 1976 “en los que se produjo el enfrentamiento de la Policía Armada con trabajadores que realizaban unas jornadas de huelga y que se refugiaron en la Iglesia de San Francisco de Asís en el barrio de Zaramaga, con el resultado de la muerte de 5 de ellos”, siendo Fraga Ministro de la Gobernación1.

Fraga les resultaba intimidatorio a muchos votantes, les asustaba. Y también para muchos estaba inhabilitado por su pasado franquista, aunque esa circunstancia se les perdonara a otros políticos centrales en la transición, sin ir más lejos al propio Adolfo Suárez.

Con Fraga se extingue una generación de políticos españoles a cuyo lado los actuales resultan prácticamente todos insignificantes, insulsos, anodinos, unos “mindundis”. A mi personalmente los actuales me parecen por lo general fríos y excesivamente calculadores, cortos de miras, demasiado apegados a cuestiones secundarias. No obstante, cada época produce personas diferentes y los de ahora son tiempos distintos, de cambios menores en la política, para nada comparables a momentos tan intensos y decisivos en la historia de España como los de la transición, en que había tantas decisiones importantes que tomar, había optar por senderos que se bifurcaban o se multiplicaban incluso, sin perjuicio de que la gravedad de la actual crisis económica nos esté situando ahora ante otra encrucijada relevante; pero aún así no es para nada comparable.

La sólida formación académica de Manuel Fraga, la extensión e intensidad de su dedicación a la política, su pasión por esta, su sentido de estar al servicio del Estado, por muy anticuado que nos suene hoy día, así como que no ambicionase el enriquecimiento personal, creo que lo sitúan en un escalón muy superior al que ocupan casi todos los políticos actuales. De muchos de éstos pienso que también habrían sido franquistas o, por ser más exactos, que habrían participado en dicho régimen dictatorial de haber llegado a la edad adulta con Franco en el poder, aunque alardeen de convicciones democráticas (bastantes se han construido un pasado ficticio de valerosa oposición al “caudillo”) y se prodiguen en pronunciar tópicos sobre la democracia, descubriéndonos el Mediterráneo.

Fraga fue un político genuino, espontáneo, completamente alejado de la mercadotecnia, que no repetía lugares comunes, al que “le cabía el Estado en la cabeza”, como dijo Felipe González de él, probablemente con calculada estrategia en ese halago, del mismo modo que lo nombró pomposamente “Jefe de la Oposición”, pero destacando a fin de cuentas una característica de Fraga. Fue un político que decía lo que pensaba, alguien absolutamente refractario a esa autocensura uniformadora y esclerotizante del pensamiento que ha venido en llamarse “lo políticamente correcto”.

Algunas de sus ideas se habían ido quedando anticuadas, trasnochadas, muy alejadas del modo de pensar de la mayor parte de la ciudadanía, lo mismo que algunas de sus formas; pero tenían la virtud de que eran suyas, no aconsejadas por asesores de imagen o por las encuestas. También era muy suya esa manera atropellada de expresarse, su vehemencia en la defensa de sus ideas y principios y bien porque ni siquiera admitiera rebajarse a la condición de arcilla moldeable, bien porque le resultara imposible cambiar, se mostraba públicamente tal y como era y no como supuestamente hubiera debido hacerlo para conseguir más votos, aunque tenerlos los tuvo y muchos, sobre todo en Galicia.

Le eran también consustanciales a Manuel Fraga las explosiones del carácter, los arrebatos, la impulsividad y dicen que muchos de sus colaboradores le tenían miedo, aparte de que les hacía trabajar mucho. Al mismo tiempo hay quienes han destacado su lado sensible, su emotividad, su sentido del humor y su cortesía en el trato personal.

A buen seguro, Fraga debió padecer durante años esa forma de sufrimiento que produce la soberbia cuando alguien se siente de veras más que otros y ve que sin embargo lo superan en realizaciones, en logros concretos, en resultados; otros que son preferidos por quien decide, ya sea una persona concreta, ya esa masa difusa denominada, hasta hace no mucho, “el pueblo” y, más recientemente, “el electorado”, “los votantes”. Debió resultarle particularmente doloroso que una medianía intelectual, alguien de trayectoria mucho menos brillante, como Adolfo Suárez, aunque tuviera muchas otras virtudes, fuera el elegido para encabezar el gobierno que sucedió al de Carlos Arias Navarro y que dirigió la transición a la democracia. A menudo los listos, los astutos, los que están más abiertos a los demás, los que son más dúctiles a las circunstancias prevalecen sobre los inteligentes. Bastantes de éstos están más encerrados en sí mismos y algunos de ellos se empeñan con cierta terquedad en imponer sus puntos de vista, convicciones y preferencias, esperan que los demás admitan su autoridad a la vista de sus méritos y capacidades y les cuesta encajar que la realidad no se pliegue a sus deseos, les cuesta mucho más adaptarse a ella que a los simplemente listos o astutos. Pienso que en Fraga había algo de esos rasgos frecuentes en los que tienen un alto coeficiente intelectual o una gran inteligencia académica.

Es más que probable que durante años Fraga experimentara una honda frustración al ir dándose cuenta de que jamás sería presidente del gobierno de España, aunque más adelante tuviera la satisfacción de ser profeta en su tierra y de ver a su criatura política, al Partido Popular su aportación más sobresaliente y duradera a la política española, junto con el hecho histórico de ser uno de los redactores de la Constitución de 1978gobernar durante dos legislaturas (1996-2004) y haya llegado a ver en sus últimos días su vuelta al poder. Aunque barrunto que esa frustración se habrá visto paliada por su personalidad, por pertenecer a esa clase de personas que siempre encuentran objetivos y estímulos en su vida, actividades y tareas sobre las que volcar toda su energía y aptitudes.

Pero a pesar de haber sido uno de los actores principales de la escena político española durante bastantes décadas, probablemente le acompañó siempre la idea lacerante de no haber llegado hasta donde le correspondía, así como la convicción de que el pueblo español se equivocaba al no darle mayor confianza y de que él habría gobernado mejor que los que fueron elegidos por los votantes.

Posiblemente Manuel Fraga murió con mucha complacencia por la vasta tarea realizada, satisfecho íntimamente de sí mismo por el ingente esfuerzo desplegado, por la intensidad con que vivió, por haberse bebido la vida a grandes tragos y apurando hasta la última gota; pero también con la pena de no haber tenido la oportunidad, siempre anhelada, de ser presidente del gobierno de España. Quizás también pensara con amarga nostalgia, como les ocurre a casi todos los que se vuelcan completamente en lo profesional y más aún en lo público, que no disfrutó lo suficiente de su vida familiar, que su mujer y sus hijos fueron injusta e incluso egoístamente preteridos por su vocación, su ambición y su dedicación políticas.

1Wikipedia

Plenilunio (Antonio Muñoz Molina)

Reseña, comentario, recensión o crítica de la novela "Plenilunio" de Antonio Muñoz Molina, publicada en 1997 (editorial Alfaguara). 


Plenilunio, novela de Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén 1956), publicada en 1997, funde con maestría el relato y la reflexión, la acción y el pensamiento. Es mucho más que una historia de crímenes. Mucho más que el relato de su investigación por un inspector de policía, personaje principal de la novela y del que no llegamos a conocer nunca el nombre. Es una historia realista en la que el crimen y el criminal están desprovistos de los atributos de brillo, interés o inteligencia con que suelen ser adornados en nuestra imaginación y en muchos relatos. Lejos de ser un bello arte, como alguna vez se ha considerado en la literatura, el asesinato puede ser cutre y el asesino un pringado. Es la constatación de que el criminal no es alguien distinto en apariencia de los demás. Es alguien que está entre nosotros, alguien con quien te puedes estar cruzando a diario y cuya condición de criminal no puede ser advertida ni en su rostro, ni en su mirada, ni en su voz. La víctima y el crimen mismo pueden ser prácticamente un producto de la casualidad, una mezcla de azar y arrebato. El asesinato en que no hay relación previa entre víctima y asesino es con frecuencia algo que podría haber sucedido o no y que no responde a un plan perfectamente trazado por quien lo comete. Por cada víctima hay probablemente unas cuantas personas que podrían haberlo sido y que ignoran por completo lo casual de que sigan vivas, que desconocen la azarosa combinación de circunstancias, a veces, el acaecimiento de un hecho nimio, trivial, aparentemente irrelevante, inadvertido para todos menos para el asesino y que les salvó del sufrimiento y de la muerte.  


Habitualmente la literatura, como también ocurre con la ley, aborda el crimen desde la perspectiva del asesino, tiende a la despersonalización de la víctima, a darle una consideración cercana a la de cosa, a olvidarse de ella. Esta novela tiene la virtud de enfocar el crimen principalmente desde la perspectiva de la víctima, de hacernos partícipes de la atroz experiencia de ser asesinado, de la temprana pérdida de la vida por una fatal casualidad. Ocurrido un asesinato, la víctima tiende a ser olvidada rápidamente y la atención de todos se centra en el asesino, en la averiguación de quién ha sido, en la explicación de su conducta y en su castigo. Todos contribuimos al cruel olvido que rodea pronto a la víctima. Sólo sus más allegados sienten el vacío que su ausencia deja en el mundo. Plenilunio es en alguna medida una inteligente denuncia de esa injusticia, un alegato tácito, la única forma literariamente tolerable, contra esa lógica de las cosas que no es producto de una decisión consciente o deliberada de nadie, ni de la maldad del género humano, pero que se produce siempre, inexorablemente. Plenilunio nos enfrenta a esa hiriente  realidad, mira con piedad y ternura a la víctima y lucha contra su olvido con las modestas armas de la literatura, transmitiendo esos sentimientos al lector.     

Antonio Muñoz Molina despliega en esta narración, una vez más, sus excepcionales dotes para la observación, tanto de lo humano como de lo físico, de las personas y del entorno en que se desenvuelven. En esta novela adquiere también carácter de protagonista una pequeña ciudad española de provincias de una época que, sin quedar totalmente precisada, cabe situar en los años ochenta, probablemente a comienzos de esa década. El lector se ve transportado a los ambientes, la música, los lugares, los objetos que rodean a sus protagonistas y, sobre todo, llega a penetrar en su psicología, sus relaciones amorosas y familiares, sus vidas profesionales, sus motivaciones, sus conflictos, sus frustraciones, sus placeres, sus logros, sus anhelos, sus sentimientos. Observamos en los personajes los grandes cambios que se van produciendo paulatinamente en lo que las personas esperamos de la existencia según vamos cumpliendo años, pasando etapas y las cosas nunca resultan tal y como quisiéramos, ni como nos las habíamos imaginado, el desvanecimiento de las ilusiones y al mismo tiempo la necesidad de seguir encontrando siempre estímulos para seguir adelante. En sus páginas se contempla la vida y el mundo desde los ojos de una niña, de un anciano, de una mujer de mediana edad, de un policía, de un criminal, de las víctimas, de sus familias y de los ciudadanos anónimos más o menos ajenos a los hechos. Leyendo Plenilunio uno se siente la víctima, el asesino, el inspector que pugna por descubrir quién es, la profesora de la víctima, la esposa del inspector, el anciano sacerdote que había sido profesor del inspector en sus tiempos en el internado, etc. La capacidad de ponerse completamente en la piel de personajes muy distintos, de crear personas completas, complejas, con muchos matices, verosímiles y no meros arquetipos o bosquejos de seres humanos es otra de las grandes virtudes literarias de Antonio Muñoz Molina.

El narrador es a veces alguien que observa desde fuera y otras veces son los propios protagonistas, sin que haya violencia en ese salto, sino que el relato fluye con naturalidad. Hay fragmentos de una fuerza narrativa sobrecogedora en que el lector se hace uno con quienes sienten el miedo en carne propia e interioriza las secuelas, las marcas que deja el terror en quien ha estado a punto de morir violentamente o en quien tiene que convivir a diario con la posibilidad de ser asesinado y se ve forzado a vivir en permanente alerta, con la sospecha de ser observado, acechado, de que ahí fuera hay quienes querrían verlo muerto. El lector vislumbra el terror y el sufrimiento que pudo llegar a sentir quien fue asesinado, lo que pudo llegar a pasar por su mente. Al mismo tiempo, sin incurrir en idealizaciones, hay en Plenilunio una cierta mirada poética del mundo y de la vida. Se aprecia la trascendencia de lo común, de lo cotidiano, la importancia de tantos detalles aparentemente irrelevantes. El escritor nos hace ver lo que muestran o esconden las miradas, los gestos, el tono de voz, los silencios y las palabras. La prosa es muy precisa y las escenas violentas están hábilmente dosificadas. No elude lo sórdido y escabroso, pero tampoco se deleita en ello.

Aunque Sefarad (reseñada en este mismo blog) me pareció una obra más ambiciosa y lograda, una pieza de orfebrería literaria en la que Antonio Muñoz Molina ha combinado primorosamente la novela, el ensayo y la confesión, es probable que Plenilunio les resulte más atractiva a quienes buscan en las novelas una trama y su correspondiente desenlace, algo de intriga e incluso alguna que otra sorpresa, todo ello narrado con innegable talento y, sobre todo, mirado con su excepcional capacidad de observación y de penetrar en el interior de las personas, en ese reducto íntimo que a veces es confuso para nosotros mismos.


En definitiva, Antonio Muñoz Molina ha logrado en Plenilunio un buen equilibrio entre acción y reflexión, una obra que probablemente resulte más que aceptable para quienes buscan valor literario y no huyen de la complejidad y que, al mismo tiempo, puede resultar atractiva para un público bastante amplio. 

Aunque me temo que ni por esas convenza a los que buscan una rápida sucesión de hechos a ritmo trepidante, con mínimas descripciones, sin reflexión ni profundidad, con una prosa anodina, ni tampoco a los amantes de historias de santos griales, teorías conspiratorias universales, intrigas vaticanas, apariciones de la virgen, predicciones apocalípticas, manifestaciones de espíritus de ultratumba o similares, gustos que como suele decirse de las sentencias judiciales, con mayor o menor sinceridad, "respeto, pero no comparto".

Foto: Antonio Muñoz Molina y su esposa, Elvira Lindo, también escritora. (http://antoniomuñozmolina.es/album/