viernes, 27 de mayo de 2016

Hablemos del amanecer (relato breve)



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                                                 Hablemos del amanecer

—Qué día tan bonito hace hoy, ¿verdad? —preguntó Elena, reparando a la vez en lo luminosa que resultaba hoy la sala, inundada por la luz, que se filtraba a través de las dos hileras horizontales en lo alto. La blancura de las paredes, de las sillas, dispuestas en círculo, y la de su propia bata resaltaban la claridad.

Cada año llevaba peor el calor, pero salir de casa cuando ya era de día le hacía comenzar la jornada con mejor ánimo. Menuda diferencia, además, al salir del coche en el aparcamiento exterior. Hasta bien entrada la primavera, recibía como una bofetada el primer contacto. Hoy había sentido la caricia de la brisa matinal. Tal vez por ello decidió empezar hablando del amanecer, un tema neutro, nada conflictivo, un calentamiento para animar la participación de todo el grupo. 

— ¿Quién se anima a decirme qué le parece el amanecer? —lanzó la pregunta, aunque de sobra sabía que la primera respuesta provendría de Andrés y que se valdría del catecismo para ir pensándose la respuesta.

—A mí el amanecer me parece… el inicio, el principio de algo, de todo, del día, sobre todo.

—¡Bravo! ¡Brillante, Andrés, como siempre! El amanecer es el principio del día. ¡Toma ya!—exclamó Fernando, siempre dispuesto al sarcasmo.

—¡Cállate ya la boca, listillo! —le gritó Jacinto, un robusto ex-policía nacional, de rostro sanguíneo, como su temperamento. Lo que el juez calificó, con cierta laxitud, como “trastorno grave del control de impulsos” se saldó con la fractura del tabique nasal, la mandíbula y tres costillas de un detenido, y su inhabilitación profesional. Tuvo suerte de que no lo mandaran a prisión, sino al centro psiquiátrico en el que ahora disfrutaba de régimen abierto.

La doctora Elena Garmendia iba a poner paz cuando de la silla situada a las tres, surgió una voz de mujer, muy tenue. —El amanecer es el alivio, la salvación. Las sombras y los ruidos paran de asustarme. Se van los monstruos de la noche y, por fin, puedo dormir un rato.

—Los monstruos de la noche… ¡Hoy vamos fuerte! ¡Venga, ¿quién da más?! —Fernando, ex-profesor de filosofía en un instituto —¡¿quién si no?!—, volvió a tirar de sarcasmo.

—Fernando, por favor, respeta a los demás. Si quieres, danos tu opinión, pero ahórrate tus burlas cada vez que interviene alguien.

Esta vez tuvo que pararle los pies. Su actitud amenazaba con arruinar la sesión de terapia de grupo, de volverla contraproducente incluso. Fernando puso cara de circunstancias, se encogió de hombros, abrió ambas manos como un predicador contrito y resopló, armándose teatralmente de una paciencia condescendiente con la inferioridad.

—Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos. —El afilado silencio que se acababa de hacer fue interrumpido por Mateo, el más viejo del grupo.— La del del alba sería cuando Don Quijote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Eso es para mí el amanecer.

Tras el largo punto y seguido la estentórea declamación fue reemplazada por un habla morosa y apenas audible, al mismo tiempo que se bajaba de la silla y se sentaba. Se diría que en vez de uno solo hombre, hubieran hablado dos y muy distintos.

A la doctora Garmendia, cuyo interés clínico por el Quijote se le había reavivado año y medio atrás a causa de Mateo, cada día le gustaba más esa lectura. Le reconciliaba con una idea lúdica y optimista de la existencia. Leer cada noche alguna andanza del Ingenioso Hidalgo se le había vuelto un hábito imprescindible. Compensaba así el pragmatismo rasante, la aridez y el pesimismo que impregnaba los artículos de las revistas de psiquiatría que seguía.

—¡Pero qué panda de tarados, dios! ¡Éste recitando el Quijote todo el santo día, se hable de lo que se hable! — gritó Fernando, en un tono de voz muy fuerte, demasiado fuerte. Al menos, para Jacinto. 

Unos pacientes gritaban, otros reían, algunos salieron de la sala en estampida. La doctora se levantó rápidamente de su silla, pero nada pudo hacer. Las piernas de Jacinto y sus puños fueron más veloces. Fernando parecía un pelele ante la fuerza y la furia del ex-policía. Tras derribarlo, le alzaba la mitad superior con la mano izquierda, que apresaba su polo negro, y le asestaba puñetazos en la cara con la derecha. La doctora corrió a llamar a los celadores, que ya llegaban, alarmados por la algarabía, que contagió al resto de los internos. Hasta que no vinieron otros dos celadores más fue imposible reducir a Jacinto. Cuando llegó el quinto se le aplicó de inmediato el pomposo “protocolo de contención con medios mecánicos”. La doctora Garmendia pidió que lo liberaran de la sujeción tan pronto salió de los efectos de la sedación por inhalación, aunque determinó su vuelta al régimen cerrado.



Pese al parasol, el interior de su coche era una sauna a esas horas. Sabía que carecía de fundamento, pero no pudo evitar la idea de que el amanecer había sido una mala elección. Puso el aire acondicionado a máxima potencia y encendió la radio.  En la emisora sintonizada por la mañana atronaba la voz de Bruce Springsteen, “The Rising”.  En la siguiente, una voz débil y aguda, que le costó reconocer como de hombre, apenas se imponía sobre los arreglos musicales. Acabó entendiendo esa palabra que tanto se repetía: “Sunrise”. En el tercer intento la locutora avanzó con una desenvoltura estereotipada el siguiente temazo: “Hasta el amanecer”, de Nic... A cualquier  paciente le habría dicho que era una casualidad muy razonable, debida a la atención selectiva. Elena apagó de inmediato la radio. El coche se enfriaba con morosidad, décima a décima. El verano era insufrible. La luz temprana y el frescor del amanecer eran unas compensaciones mínimas, tan breves y débiles que resultaban inútiles como paliativos frente al calor, que cada año llevaba peor.