sábado, 2 de junio de 2012

Yo lo haría mejor



Yo lo haría mejor

Vamos al médico, consultamos al abogado, observamos al relojero que arregla el mecanismo de un reloj, al albañil que alicata nuestro baño y reconocemos la dificultad de sus oficios. No nos vemos capacitados para desempeñarlos. Menos aún nos imaginamos poniéndonos en su lugar y haciendo ipso facto su trabajo mejor que ellos.

Sin embargo, el fútbol produce una peculiar ilusión de facilidad. No hay aficionado que en algún momento no se vea a sí mismo siendo más veloz que el extremo o el lateral superados en la carrera por un contrario, convirtiendo en gol ese remate que al delantero le ha salido manso o desviado, blocando firmemente el balón que al portero se le ha escapado. Quien se se queda sin resuello al realizar un mínimo esfuerzo grita indignado al atleta que muestra un leve síntoma de desfallecimiento y se imagina sobrepasándolo en resistencia. El rematadamente torpe se muestra inclemente con el jugador de técnica exquisita que, por una vez, no ha sabido controlar un balón y se visualiza ejecutando la maniobra con sobrehumana perfección. El pusilánime abronca con ira a los jugadores con palabras gruesas por carecer de ciertos atributos masculinos y se ve en el campo convertido en el culmen de la bravura. El enclenque desdeña al jugador liviano y sin atisbo de duda se concibe saliendo victorioso de todos los forcejeos. El aficionado admira a Messi, ensalza su genio, pero al mismo tiempo le cuesta poco esfuerzo imaginarse él mismo marcando cinco goles en un partido de la Champions' League.

En el caso del entrenador el fenómeno es aún más acusado. El entrenador no corre, no ha de tener técnica en el manejo del balón, sólo mira, da instrucciones y toma decisiones. Aquel cuyos conocimientos sobre táctica no pasan de elementales le enmienda la plana a quien lleva décadas en el oficio. El aficionado sabe, él sí, la alienación y la táctica que asegurarían el éxito de su equipo. También conoce mejor la psicología del futbolista y se representa mentalmente a sí mismo resolviendo cualquier problema en el vestuario, casi siempre sin otro bagaje que su infalible receta de mano dura.

Existe un sueño, común a cientos de millones de aficionados al fútbol, que nos conduce a imaginarnos, con la viveza de una experiencia real, convertidos en futbolistas o entrenadores profesionales (ser árbitro sería una pesadilla). Y como la imaginación es arcilla que se moldea conforme al tamaño y la forma de nuestros deseos, el desempeño del futbolista o entrenador imaginario es magistral. Como todo sueño de gloria, el de ser futbolista comporta una representación fantástica de la realidad, en la que no hay cabida para el fallo. Además de que en general predomina una arraigada tendencia a ver solamente la cara amable de las profesiones ajenas, así como a considerarlas mucho más fáciles de lo que en realidad son, en el fútbol concurren factores que exacerban esa percepción.


Entre el aficionado y el futbolista se produce una fuerte implicación emocional. Nadie aclama o vitupera al albañil por colocar un azulejo un poco mejor o peor, ni se abraza alborozado a un extraño por la precisa extracción dental ejecutada por un dentista, menos aún celebra "el arte" de un taxista para identificar el recorrido más rápido. Por una convención que desafía toda lógica, miles de millones de personas hemos decidido darle importancia al fútbol, dejar que nos inunde la alegría y hasta la pena por algo objetivamente tan fútil como el resultado de un partido, por un juego que, además, practican otros. Por ello, el acierto o el error del futbolista y hasta del entrenador se traducen en fuertes emociones para el seguidor de un equipo, lo que determina un altísimo grado de exigencia en el desempeño de su trabajo y, en consecuencia, la falta de comprensión de sus fallos, calificados de errores clamorosos e imperdonables.

Para que tal exigencia, contraria a la la falibilidad humana, sea compatible con un mínimo de lógica y hasta de justicia, jugar bien al fútbol, excepcionalmente bien incluso, ha de ser concebido como algo fácil. Esa representación engañosa de la realidad tiene tal fuerza que se impone a lo que la inmensa mayoría de los aficionados hemos experimentado por nosotros mismos, por más que nos juzguemos con benevolencia: que jugar bien al fútbol no es nada fácil y que se cometen fallos.

Otro factor fundamental para la gran exigencia del público es la exorbitante retribución que perciben los futbolistas, lo cual espolea el deseo de estar en su lugar y el mito que los rodea. Tan extraordinario nivel de ingresos probablemente responda a la lógica intrínseca de esa tiránica y difusa abstracción que llamamos el mercado, que a menudo nada tiene que ver con la utilidad social de las profesiones y que es refractaria a toda idea de justicia.

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