Hace ya unos años hablando con Ángeles
Maeso —poeta, ocasional novelista
y coordinadora entonces de un taller de escritura al que asistí unos pocos
meses— salió el nombre de Isaac Rosa. Fue en una de nuestras habituales
conversaciones fuera del aula, que para mí eran lo más interesante, aunque tal
vez ella estuviera deseando que se acabasen los obstáculos para llegar hasta su
coche y poder, al fin, marcharse a casa. Recuerdo que le comenté que, a mi
juicio, había algunos temas de los que la ficción literaria apenas se había
ocupado, mientras que otros se repetían y repetían, en grado ya muy cansino. Entre
los muy trillados, las historias de amor y las guerras. En particular, en el caso
español la Guerra Civil. Y entre los menos tratados, a pesar de su gran importancia
en la vida de la gente, el ámbito o tema
laboral. Coincidió conmigo en la apreciación y me recomendó, no obstante, una
novela que trataba del mundo del trabajo: “La mano invisible” de Isaac Rosa.
Tal vez ambos, con algún conflicto laboral no muy lejano en nuestras
biografías, éramos especialmente sensibles a ese tema. Pero no éramos, por
desgracia, ninguna excepción, con la crisis golpeando duramente el mercado
laboral. También me acuerdo de que apostilló que Isaac Rosa era uno de los
escritores que más le gustaban entre los jóvenes.
La poeta y profesora María Ángeles Maeso |
Y de aquellos polvos vienen estos
lodos o, más bien, aquella semilla ha terminado por germinar y dar, no me
importa adelantar el juicio, un muy buen fruto. Justo antes de las vacaciones me
hice con dos novelas de Isaac Rosa, la ya citada “La mano invisible” (2011) —a
la que espero hincarle pronto el diente— y otra más, la que da título a esta
entrada: “El país del miedo”. Curiosamente, la primera novela que publicó Isaac
Rosa Camacho, allá por 1999, se tituló “La malamemoria” y trataba, ¡otra más!,
sobre la Guerra Civil española. De hecho, posteriormente fue reelaborada en
“¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!(Seix Barral, 2007), del mismo modo
que el nombre de su autor fue reelaborado para lo sucesivo— bueno simplemente
acortado— como Isaac Rosa.
La pregunta que me hago ahora es por qué empecé
por esta, “El país del miedo” (Seix Barral, 2008), y no por la recomendada, la que trataba del
mundo laboral. Esas cosas nunca se tienen claras del todo. Pero creo que fue
debido a que me llamó ya la atención su título, leí la contraportada, empecé a
leerla, tiró de inmediato de mí río abajo y, siendo además relativamente breve
(314 páginas, en la edición que yo he manejado, la primera), ya no me detuve
hasta el final. Puede que, como suelo hacer, postergara lo que se espera de mí,
lo que yo mismo espero hacer, pero no hago. En todo caso, ha sido sobre todo
culpa, quiero decir mérito, de Isaac Rosa porque la novela me ha enganchado, ya
desde su intrigante título, complementado con una bella composición de la
cubierta, obra de María Antonia Pérez, en la que aparecen Margaret Hamilton, en
el Mago de Oz (1939) y su inquietante sombra.
Me ha gustado el tema, el miedo,
y no recuerdo ninguna obra de ficción que lo trate con la continuidad y
profundidad con que lo ha hecho Isaac Rosa. Por supuesto que el miedo se ha
explotado como recurso de la ficción literaria desde varios siglos atrás. Para
empezar el miedo es un componente esencial de muchos cuentos infantiles tales como Caperucita roja, Los tres cerditos y el
lobo o Juan Sin Miedo, entre muchos otros. Relatos que leen , o les cuentan, los padres a sus hijos y con los que se nos inocularon los primeros
miedos. Un miedo que sigue de forma inmediata al más primario y ancestral de todos: el miedo a la
oscuridad. Pero el miedo ha constituido de forma habitual el medio, esto es, el recurso o mecanismo y no el tema. Así, en las novelas policíacas,
los thrillers o las novelas de terror. Por ejemplo, “Drácula”, de Bram Stoker (1896),
o “Dr Jekyll and Mr Hyde”, de Robert Louis Stevenson, (1886). E incluso en
narraciones de corte documental, como la célebre “A sangre fría” de Truman
Capote (1966). "El país del miedo", por contra, indaga en el repertorio de los miedos contemporáneos,
que suman otros nuevos, o más bien reelaboraciones o adaptaciones de los esenciales,
clásicos o incluso innatos. Unos miedos que son, a un tiempo, comunes, infundados
muchas veces, casi siempre exagerados, y puede que, no obstante, inevitables.
Retrato de Isaac Rosa,
obra de Carlos velasco para Diagonal
|
El País del Miedo, como dice la
contraportada de la novela, es un lugar imaginario, sí; pero no indefinido o
lejano, en absoluto. Es un lugar, un paisaje que todo habitante de una ciudad
grande, o hasta mediana, de un país algo desarrollado reconocerá. Y su
protagonista, apenas definido, es su habitante, junto con su mujer y su hijo,
quien también lo habita a conciencia. La narración es una inteligente
recopilación de los miedos urbanitas y contemporáneos, de los fundados y los
infundados, de todo eso que anida en nuestro fuero interno, pero suele callarse
porque casi nadie quiere presentar de sí la imagen medrosa que reflejaría el
espejo con una simple enunciación de los miedos que pueblan nuestra mente. La
indefinición del personaje, más allá de unos pocos rasgos imprescindibles,
permite paradójicamente la mayor identificación de los lectores. Es probable
que no sean tantos los lectores que tengan el catálogo completo de los miedos
que reúne Carlos, ni los que se dejen influir por ellos tanto como él. Pero me
temo —como ven, el miedo cala en el lenguaje mismo— que tampoco serán pocos los
que sí los tengan y, más aún, los que en algún momento de sus vidas, o muchos,
los han sentido o imaginado. Por la educación recibida, por la experiencia de
la vida, por el uso intensivo que la ficción y, en especial, la cinematográfica
han hecho del terror, somos adictos a esa emoción en que se enredan, formando un revoltijo inseparable, el rechazo y la atracción.
Nos tapamos la cara y dejamos los dedos entreabiertos, sufrimos disfrutando del miedo, de ese cosquilleo eléctrico, con alguna vaga resonancia de placer sexual, que nos eriza el vello y acelera el corazón. Las sombras nocturnas en la casa vacía que adoptan, a nuestros asustados ojos, la forma de acechantes e intrusas presencias humanas; el aparcamiento subterráneo solitario en el que resuenan , magnificados por el eco, los propios tacones de la mujer que busca la plaza donde aparcó. ¿O se oyen más pasos? Se detiene y comprueba si cesan. La calle oscura en que sentimos detrás los pasos de alguien, cada vez más próximos. El crujido repentino en la noche de no se sabe qué. Esos estados en que cualquier ruido o presencia inesperada sobresalta a quien ha sido apresado por el miedo y cualquier forma, roce o ruido hace, como decimos gráficamente, que nos dé un vuelco el corazón. O los nervios que nos aturden e incapacitan… El otro conductor al que intuimos por la ventanilla fuerte y violento, un tipo pendenciero, dispuesto y habituado a la bronca y la pelea, al que no sabemos qué decirle para ni dejarnos apabullar, ni provocar una espiral del conflicto que acabe en pelea, en la que nos anticipamos perdedores. Al final, incapacitados por los nervios, por el miedo -para dejarnos por una vez de eufemismos-, nos privamos de afearle su conducta o de replicar a sus expresiones irrespetuosas o insultos. Como hace muy poco me dijo mi hijo estando lejos de la orilla, en aguas cada vez más oscuras: “con el mar todo el mundo habla de respeto, sí. No es que le tenga miedo al mar, pero sí respeto… ¡Lo que pasa es que están acojonados!”.
Miedo Fotografía de Andrea Floris |
Sin un solo diálogo expreso, aunque
naturalmente se narran bastantes conversaciones, valiéndose de un lenguaje
cuidado, pero no preciosista, ni rebuscado, con gran eficacia narrativa, Isaac
Rosa recurre a un narrador de apariencia muy clásica, en tercera persona,
también indefinido y bastante omnisciente. Una voz que por momentos se confunde
sin tapujos con el propio escritor, pero que otras se aleja del mismo y se acerca al interior de los personajes. Hay, por supuesto,
una historia, una peripecia personal que afecta a un reducido grupo de personajes,
en esencia, un padre, un hijo, una madre y un cuñado. Casualmente, en eso tiene
algún parecido con “Breaking Bad” así como en el desarrollo de la acción en un
entorno con tendencia a resultar inhóspito, un lugar elegido, se diría, de forma arbitraria como asentamiento humano. Un entorno desapacible que desencadena el reflejo de encerrarse en casa, en el hogar, ese
reducto de seguridad, calor y confort, reforzando la sensación de miedo al exterior. La historia de fondo de la novela, el
hilo conductor cabe decir con mucha razón en este caso, es precisamente un tema
muy de moda en los últimos años y que la narración desgrana lentamente, de poco en poco. Volviendo a las metáforas textiles, la peripecia narrativa es un hilo de lana
que el narrador va desovillando de forma paulatina y esporádica, por lo que el
lector entra en el juego de detectar las pistas e ir conjeturando. No debo ni
quiero, por tanto, privar de esos alicientes a ningún potencial nuevo lector de
“El país del miedo”. Pero, por encima de todo, el autor de "El país del miedo" nos admira y entretiene con su conocimiento de la conciencia y las emociones humanas, nos traslada desde experiencias concretas y contemporáneas a lo universal e intemporal por el conducto del miedo.
Isaac Rosa ha logrado un punto
medio exacto, virtuoso me atrevería a decir sin exageración, en el que acción
y personajes resultan a la vez tan concretos e individuales como genéricos o
intercambiables por cualesquiera otros. Asimismo, hay un equilibrio admirable
entre narración y reflexión. Ambas se entretejen de forma que rara vez pueden
discernirse y que, lejos de anularse en un juego de fuerzas contrarias, se
potencian entre sí y realzan el vigor e interés de la novela. Tal vez haya
momentos en que la novela se haga un poco asfixiante, pesada en el despliegue progresivo de los inagotables miedos. Hay fases en que todo lector deseará, probablemente, aire fresco, un cambio
de tema; pero ese es otro logro de la narración. Es así como quien la lee experimenta
en carne propia y mediante el solo hecho de la lectura la presencia expansiva del miedo. Un miedo que se
une a los miedos que todos hemos experimentado a lo largo de nuestras vidas. O
imaginado, pues esa es la vestimenta que más se pone el miedo, un elemento que
como el aire o el agua tiende a filtrarse por el más ínfimo resquicio y a
ocupar, alojarse puede que “ad æternum”, en el interior de los cuerpos
sólidos en los que logra penetrar. El lector se plantea el difícil deslinde entre el efecto útil del miedo (la prevención y evitación de los peligros y amenazas) y el nocivo,
esas múltiples ocasiones en que paraliza la acción y es fuente de constantes sufrimientos.
No resulta muy difícil imaginarse, poco a poco, siguiendo la conducta de Carlos,
protagonista de la narración y padre de una “víctima” —tal vez del miedo más
que de nadie o nada—, una de tantas. Sin oponerle resistencia cualquier fuerza
puede empujarnos, cada día un poco más hasta acabar arrinconándonos, del mismo
modo que un lento pero constante goteo acaba por horadar la piedra. Complicado
saber, por más que creamos que en el conjunto no habríamos obrado igual que el
protagonista, en qué momento hubiésemos frenado la espiral, ya que el camino va
transformando a quien lo recorre. Nuestros actos conforman nuestro carácter y
la inacción, en consecuencia, la ausencia del mismo (1).
Isaac Rosa Camacho recibiendo en 2009 el Premio de Novela Fundación José Manuel Lara Fernández por "El país del miedo" |
Una de las facetas en las que
resulta particularmente abstracta la novela es en lo laboral. Se menciona
infinidad de veces que los personajes van o vuelven de trabajar, que piden
algún permiso, que modifican sus horarios e incluso que se llevan, de modo
ocasional, trabajo a casa. Pero ese otro mundo, el del trabajo, es aquí un ente
abstracto, indefinido, un lugar y un tiempo que quedan por completo fuera de
esta novela, salvo en unos pocos casos, sobre todo, sobre todo en uno de los
personajes y hacia el final. Tal vez por ello resulte una introducción perfecta
a “La mano invisible”, para que la otra cara de la tierra salga de la sombra
nocturna y la luz del sol nos revele su compleja topografía.
“El país del miedo” es, en suma,
una novela original, virtud que, al menos a este lector, al que le cuesta
horrores lidiar con “el más de lo mismo”, le parece una de las mayores que
puede tener a estas alturas – de la historia de la literatura y hasta de su
vida lectora- una obra literaria. Es en conjunto una lectura muy satisfactoria. Es ahora,
al escribir esta reseña, cuando he sabido que la novela fue elegida Premio
de Novela Fundación Jose Manuel Lara en 2009, un premio que doce grandes editoriales
conceden a la que consideran la mejor novela en castellano publicada durante el
año anterior. Una obra que hace pensar nos encontramos, posiblemente, ante uno
de los mejores novelistas españoles de hoy día, en especial si consideramos que
su autor estaba en el inicio de la treintena cuando la escribió. Un autor probablemente
llamado, por tanto, a ser un nombre principal en nuestras letras en los próximos años.
A diferencia de a un avión o un concierto, a los libros y los escritores nunca se llega tarde. Uno tiene siempre abierta, 24/7, la puerta para entrar y ponerse al día en el resto de la obra de su personal descubrimiento. Esa es, tras lo leído, mi intención. Veremos si esta vez es de esas pocas en que sí hago lo que espero hacer…
A diferencia de a un avión o un concierto, a los libros y los escritores nunca se llega tarde. Uno tiene siempre abierta, 24/7, la puerta para entrar y ponerse al día en el resto de la obra de su personal descubrimiento. Esa es, tras lo leído, mi intención. Veremos si esta vez es de esas pocas en que sí hago lo que espero hacer…
(1) Esta idea me ha recordado una conocida cita de Mahatma Gandhi: "Cuida tus pensamientos, porque se convertirán en tus palabras. Cuida tus palabras, porque se convertirán en tus actos. Cuida tus actos, porque convertirán en tus hábitos. Cuida tus hábitos, porque se convertirán en tu destino."
No hay comentarios:
Publicar un comentario