viernes, 3 de junio de 2016

El bucle (proyecto de cuento)

Foto: revistavanityfair.es
(A la primera y un nombre que ni pintado :)) ).


Desde hace semanas me asalta esporádicamente la idea de un cuento. Un hombre que cree que se está volviendo loco y, tanto va aumentando su convicción, que acaba por estarlo. O medio loco, al menos.

Lo que despierta su sospecha y acaba por atormentarlo, día tras día, es que enciende la televisión, pone las noticias, cambia de los informativos de un canal a los de otro, y hay grandes fragmentos de los noticiarios que se repiten sin fin. Observa cambios en la programación de las cadenas de televisión en cuanto a la ficción: nuevos episodios de viejas series, alguna nueva, películas que hacía tiempo no veía, alguna que otra que no ha visto nunca. Al igual que los casos de corrupción, las retransmisiones deportivas se parecen mucho, las finales de las mismas competiciones, fútbol casi en exclusiva, un puñado de equipos que se repiten en ellas. Pero cambia la combinatoria, al menos, y en los equipos que repiten como finalistas hay jugadores o entrenadores nuevos. Hoy roba uno o muchos del PP, mañana del PSOE, al otro es o son de CiU. De nuevo, el PP. ¿Ves? ¡Tú más! Esas variaciones o alternancias, al menos, de corruptos, de equipos, junto con algunas otras que detecta en los informativos, las relaciona con sus períodos lúcidos. Desconfía progresivamente de la realidad de aquello que se repite al pie de la letra en las noticias, lo atribuye con una convicción creciente a una falsa percepción, una creación de su imaginación, el delirio, la locura.

Lo que ha minado su equilibrio, lo que paulatinamente le ha ido haciendo creer que se ha vuelto loco, es ver a esos cuatro hombres reclamando el voto, el poder, para sí, con unos pocos y mismos argumentos, un día sí y al otro también. Y un mes y otro mes, ya no sabe cuántos, como en un bucle que se repite y repite incesante, un tiempo detenido, un argumento machacón, tortura mediante la gota malaya, atrapado en las profundidades abisales del aburrimiento, abandonada toda esperanza no ya en que tenga fin, sino siquiera variación. Cadena perpetua.

Un hombre alto, maduro, de barbas algo canas, fan de la tautología, con unas gafas de esas que afean la mirada y por extensión el rostro. Agrandan desmesuradamente los ojos, hasta que ocupan todo el cristal, igual que una lupa. Apela cotidianamente a la seriedad y la experiencia, a la seguridad de lo conocido y probado, frente al riesgo de lo que no se conoce, ni ha sido sometido jamás a prueba. Los experimentos con gaseosa— se le ha oído decir. Está pegado con Loctite a la poltrona, tal vez fue por eso que se pasó tres años sin moverse de ella. Y también está feliz con la prórroga, dentro y fuera del partido. Gallego como Cela, en nada cree más que en aquello de que “resistir es vencer”, como Cela. Tiende a lo grave. Y es normal. Por efecto de la gravedad (de la crisis) acabó cayendo hasta alguien tan liviano como ZP. Y allí estaba él, esperando a recoger la manzana, sujetando la silla del partido con la fuerza de Hércules, el de la torre coruñesa. No finta, no baila en el cuadrilátero, ni suelta apenas golpes demoledores, pero es un púgil casi imposible de tumbar. En su tierra, donde como en cualquiera otra nadie es profeta, recibió sin moverse un puñetazo a traición de un pirado, un primo, también político y lejano. Es un hombre muy capacitado, capaz de aburrir a las ovejas. Está curtido en mil batallas y se diría que ejerce con desgana, pero, quién sabe por qué, no se le pasa por la cabeza dejarlo. Será la fuerza del hábito, el animal que somos de costumbres, la erótica del poder, más aún para quien va justo de erotismo, al menos visto en la distancia. O el orgullo, el amor propio y eso que al loco lo que más le gusta de este personaje de su imaginación es que no parece gustarse en exceso, ni tiene una idea desmesurada de lo que puede el poder. Más bien se queda corto de fe y, en consecuencia, de acción. Tal vez sea su constante pelea con Aznar, la emulación, la comparación, ser reelegido como él y revertir la situación económica, lo que más alimente íntimamente su resistencia. 

Nuestro loco hemisférico cree que alguien le contó que un publicista propuso el eslogan “imaginación al poder”. Hubo risas reflejas en el comité electoral. Hasta el hombre alto de barba acabó por reírse, un poco. “Que pase el siguiente”, fue lo último que oyó aquel publicista cachondo. Como nada es casual en ese mundo, el hombre alto de la barba aparece cada vez más a menudo corriendo o caminando, deprisa, desde temprano. Hay que contrarrestar la tacha del estatismo, el sedentarismo, desfigurar todo rastro de pasividad, lentitud o pesadez y, de paso, disimular los años, sin renunciar a la baza de la experiencia.

Otro personaje recurrente, también muy alto, más joven, el más apuesto, de perenne sonrisa y manos gesticulantes de manual, se esfuerza en que todas sepan que jugó al baloncesto. Un tipo de como de anuncio, que se diría ha de reprimir un fondo de chulería, así como de mucho mirarse en el espejo y gustarse otro tanto, de dedicar un minuto a pensar lo que dice y nueve a ensayar cómo decirlo. Invoca el cambio, el progresismo. Tiene tal dominio de la técnica de la venta que acaba generando recelos en muchos compradores y eso que vende una marca muy conocida. Durante un tiempo alargó el bucle con una subtrama, una representación teatral que le dio horas en prime time y, sobre todo, le aseguró el papel protagonista en la secuela. Los aspirantes al papel estelar, crecidos por la mala taquilla de la primera parte, acabaron por dar un paso atrás, pensaron que es mejor aguardar al fracaso confirmado. Había, además, muy poco tiempo para hacerse con el papel. Vale, Pedroooo, tú serás de nuevo el protagonista. Tal vez porque lo nota bisoño, o porque cuesta mucho no salir en los papeles o porque, como el loco, piensa que este guirigay es insufrible y peligroso, Felipe lo ha apadrinado y, de tanto en tanto, le indica el camino con su dedo de Pantocrátor.

El hombre del cuento que quiero escribir ve también en la tele a otro tipo, otro pedigüeño del voto. Unas veces habla bajito, contenido, con modos blandos, de cura post-conciliar.  Otras, brama y acusa con la vehemencia de un profeta o de un dios iracundo encarnado en hombre. Jesús expulsando a los mercaderes del templo. Eso, el color morado, la barba algo rala, la coleta, sus ropas sencillas y su pelea contra la riqueza le recuerdan a Cristo siempre que lo ve. Aduce la desigualdad, el cambio, los nuevos tiempos, la necesidad del fin de la casta, a la que él, da por descontado, no pertenece, ni pertenecerá jamás. Él parte de que es distinto y, por supuesto, mejor que todos los demás en todo. Es o era profesor y se le nota que le cuesta dejar de dar lecciones. En lo físico tiende un poco a contrahecho, cargado de espaldas, a alumno poco amigo de la clase de gimnasia. Pero como se cree tan listo y lo sacan tanto en la tele va sobrado de autoestima. Es ateo, como el loco del cuento, pero el personaje de sus sueños repetitivos cree en muchos dogmas. Por ejemplo, sostiene su inmaculada concepción, aun cuando es fruto del pecado. Un sedicente demócrata que asesoró a quienes no lo son y que le retribuyeron el favor a través una dudosa fundación. Un temilla "chungo". Aparte de los peculiares clientes a los que sirvió, pululan las incompatibilidades de los funcionarios o asimilados y la tributación de ingresos profesionales, un extra, como propios de una fundación.

El loco del cuento ha sentido como un suplicio cada texto del nuevo Mesías. Pero sería porque el solo hecho de ver su nombre en letras de imprenta lo alteró. Lo suyo, se dijo, son los platós, juntando letras oscila entre el cuento infantil y los peores vicios de la literatura pseudocientífica. Las epístolas de Pablo, Pablito, Pablete son como para acordarse de la famosa rima de Albacete. Con la pluma, al menos, al loco, capaz de imaginar artículos enteros, le gustó más su antaño buen escudero, un tal Errejón, el revolucionario con pinta de miembro numerario del Opus Dei. ¡El loco imagina cada cosa! La revolución o algo parecido. Los precursores, la avanzadilla de una era nueva, los trazadores de una raya en el tiempo, un antes y un después: el fin del capitalismo. Hay tanto superfluo. Las libertades son formales, engañifas, sin sustancia. En el tiempo de las libertades reales, la prensa y la judicatura deben estar al servicio de la gran transformación, del gran líder que ha venido a salvarnos del desastre inminente. 

El loco del cuento desconfía. Barrunta la igualdad como reparto (desigual) de la pobreza, autoritarismo y aún recuerda —reír, se dice, le hace bien—aquella rueda de prensa en que se detallaban cargos y un comisariado político. De Venezuela, si acaso, el loco se queda con las telenovelas. De Bolivia, no sabe con qué, tal vez con los trajes regionales de Evo y aquel rodillazo que le propinó a un rival, con el juego parado, en un partido de fútbol. Pura nobleza indígena. El hombre blanco, en particular éste, no le parece mejor que su amigo transatlántico. Pero, claro, es la opinión de un loco. El loco, eso sí, sabe que pedir nobleza en la política, a los políticos, es pedir peras al olmo. Mantiene algún nexo con la cordura.  

Hay un cuarto hombre del bucle imaginario, la otra carta adicional de la nueva baraja. Un tipo imberbe, o impecablemente rasurado, o ambas cosas a la vez. Al enloquecido del cuento le recuerda las estampas de Santo Domingo Savio y el zumo de naranja. El hombre fresco, sin barba, sin pelo en el cuerpo, como el pez, como el nadador que fue, recita eslóganes, entre publicitarios y de temario sucinto de escuela de negocios, con una vocecita que presagia un gallo inminente, pero logra evitarlo. También invoca el cambio, la regeneración, la capacidad de entendimiento, el centro. Es una pura incógnita, una mercancía sin clasificar cuya publicidad se basa en aspectos secundarios del producto que, supuestamente, lo hacen muy distinto de los demás y deseable. Al igual que cierto banco que se decía fresco -como si no lo fueran todos-, opta por el naranja. Nuestro hombre, en su creciente desorientación, ignora si ese partido es su banco y cada día el de más gente.

El protagonista del cuento que algún día tal vez escriba cree que lleva viendo esas mismas secuencias de imágenes y palabras, los mismos cuatro personajes que se repiten y repiten, la misma demanda conminatoria —¡Vótame!¡Yo soy la solución!—, la misma aspiración —el poder—, desde hace por lo menos un año y medio. Está seguro de que vino el calor y ya estaban ellos en la televisión con su letanía adormecedora. Se acortaron los días, bajaron las temperaturas, llovió, abundó el viento, y allí seguían ellos con la misma letárgica salmodia. Fue ahí cuando ya empezó a tomar más en serio los síntomas.

Retornó el calor, la terraza se le llenó de polen, redujo las horas de televisión, se apuntó a un gimnasio, salió más a la calle, todo con la intención primordial de olvidarse del tema, de perder de vista a estos personajes de su imaginación que se le aparecían también en internet y los fines de semana en la prensa. Decidió aislarse. Notó mejoría. Logró olvidarlos un poco, aunque en los cambios de emisora musical en la radio del coche, entre los bramidos y chisporroteos de las ondas hertzianas, le pareció más de una vez escuchar sus voces o que otros hablaban de ellos, con un énfasis de relevancia e interés que le resultó incomprensible, un puro delirio.

Animado por esa mejoría, deseoso de haberse curado, toma un día el mando a distancia, apunta al televisor, con gesto grave, como de Presidente del Gobierno, en funciones o con mandato en vigor, meditando si pulsa o no el botón de encendido. Se siente apesadumbrado por la responsabilidad, atenazado, lo invade el temor del resultado adverso de la prueba, la reaparición de sus vívidas imaginaciones recurrentes, la vuelta del bucle. Se diría que presionando el botoncito fuese a lanzar un misil de cabeza nuclear. Se arma de valor, su rostro se tensa, cierra los ojos a la vez que aprieta el botón, los abre de nuevo… Se quiere morir, se deja caer con estrépito sobre el sofá, se hunde en el asiento, anula el sonido, resopla con desesperación, mira el techo buscando el blanco en su mente, deja pasar un rato.

Vuelve a mirar la pantalla. Observa con alivio que ya no se le aparecen ninguno de los cuatro, se le destensa el rostro, se le aclara la mirada, le brota un principio de sonrisa. Se atreve a reactivar el sonido, con un grado de disfrute por algo tan sencillo que jamás pudo imaginar, asiste con alegría a noticias de huracanes, terremotos, hambrunas, accidentes. Lo siente por esa pobre gente, cuya pena se archiva en un tranquilizador nombre abstracto “damnificados”. Se siente cruel al recibir con alivio noticias de asesinatos, pero esa es la verdad. Todo eso, lo malo, lo destinado a inquietar, a causar miedo y espanto le hace ahora feliz, una tregua en sus imaginaciones obsesivas. Se siente cuerdo, en vías de curación, al dejar de ver a las cuatro criaturas que lo perseguían en su imaginación.

Mas de pronto la presentadora dice un nombre, cree no haberla entendido bien porque daba por desaparecido a éste, extinguido o borrado, al menos, de sus recurrentes imaginaciones. Aunque en verdad fue precisamente con él con quien comenzaron años atrás los primeros bucles, las repeticiones, sus fantasías cíclicas de demente que cree estar viendo en las noticias de la tele, día tras día, las mismas personas pronunciando las mismas frases, pidiendo lo mismo y usando unos mismos pretendidos argumentos. Pero… ¡horror!, sí, es él.

Contrario a su costumbre, esta vez no lleva corbata, pero tiene la misma mandíbula cuadrada de gánster, el gesto tenso, crispado, la sonrisa autoimpuesta del adiestrado y disciplinado vendedor que pone buena cara, aunque no trague al cliente. Luce, eso sí, su eterno tupé, marca de la casa, bajo sospecha de secado minucioso, venga aire caliente, la presunción de la raya trazada con esmero ante el espejo, con ojo atento, del olor a laca, mucha laca, rociada sin miramiento en el gasto, hasta hacer irrespirable el baño de su dormitorio o del hotel de turno. Le asoma una chulería en el lenguaje corporal que sus palabras, ni aun cuando transitan por la pena y el lamento, logran siquiera atenuar. Se presiente un matonismo violento que aparecerá en cuanto se vea liberado del disimulo, un tipo de esos que, sin testigos, lo resolverían todo de forma expedita, con dos hostias bien dadas. Aunque tenga aspecto de vivir, de haber vivido, siempre muy bien, habla con la exigencia del agraviado, de quien sufre una evidente injusticia. Posa y ejerce de maltratado, vejado, titular de una vieja deuda que ha de ser pagada, resarcida, un daño, un oprobio tan grande, tan añejo, que es de imposible reparación. Y lo será por siempre. A lo sumo cabrá un remedo de arreglo, un paliativo, la aminoración de un desequilibrio perpetuo.

Oyéndolo, se diría que todo catalán nace hoy, al igual que ayer y desde tiempo inmemorial, con un derecho de crédito frente a España. Un derecho contable y moral. Ese Estado maléfico, mugriento y decadente, fuente de todos los males, al que le niega la condición de nación. Justo lo que, sin embargo, sostiene es indudablemente Cataluña. España es una invención, una mezcla espuria, un imposible, un revoltijo de elementos incompatibles, un puro artificio, un error histórico. Es quien esquilma, es un abuso financiero, un freno al desarrollo, un lastre, una de esas personas que ni comen, ni dejan comer, el aguafiestas envidioso que impide la utopía de Arcadia. El 3 por 100 en los contratos públicos y el latrocinio organizado y sistemático del clan Pujol —gente que vela por la famiglia— son… No se sabe qué son. Se diría que no existen, que no han ocurrido. Mejor omitir todo eso, pasarlo por alto en cuanto amaina el viento. No se le debe hacer el juego al enemigo ancestral, esos tipejos mesetarios que a todo le sacan punta. Cosillas menores, intrascendentes, sin enjundia, peccata minuta. Que el asunto muera discretamente, en la trastienda de la botiga, que el tiempo desactive esas bombas, que la actualidad lo tape todo con una manta, el olvido. Convergencia, Independencia, Referéndum.

Martirio… Nuestro hombre se hunde de nuevo en su sofá, la muerte se le prefigura un placentero descanso frente al sufrimiento de la existencia. Se marea cuando cree haber recibido en su buzón, otra vez, una papeleta del censo electoral. No hay mejoría, sino agravamiento de su mal. Su juicio es concluyente: él lo ha perdido. 

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