Hace tan sólo unos días veía a unos abuelos jugando, algo
melifluos y consentidores, con sus nietos en la piscina. El abuelo, con toda la
paciencia del mundo, enseñaba a su nieto a nadar. No recuerdo los nombres de los niños. Era
contemporáneos, extraños a nuestras tradiciones, elegidos, se diría, por pura eufonía. Habrán pasado tan sólo dos semanas desde aquello, pero esos días parecen ahora muy
lejanos con la llegada de algo de fresco, las primeras hojas marchitas cubriendo
parques y praderas, la vuelta al cole con su lastre de libros dispuestos a
destrozar espaldas de por vida, la depresión post-vacacional, los fascículos
(¿o eso ya no se lleva?), los buenos propósitos de reservarse un tiempo cada día
para la calma y el placer, y todos los demás aderezos de la parafernalia propia
de estae periodo del año.
La cuestión es que viendo a los abuelos, prejubilados, con
tiempo, energía y paciencia para jugar con sus nietos, mientras sus hijos
trabajan duramente, seguro, me dio por pensar en todas esas cosas que la vida parece
colocar en un tiempo inapropiado. Sesentones calvos y gordos, de vista y reflejos en retroceso, conduciendo potentes coches
deportivos; mujeres divorciadas, de carnes algo marchitas, por entero dispuestas
para el romance o el puro rollo, un aquí te pillo, aquí te mato como no lo
estuvieron cuando les sobraban las ofertas o vestidas como lobas cuando a los
veinte años vestían tirando a monjiles y se cerraban en banda a todo eso; sus iguales en versión masculina,
acodados en una barra, con sueño en la alta madrugada y pose de creerse irresistibles para chicas que
tienen una edad mucho más cercana a la de sus hijas; niños que entre clases,
actividades extra-escolares y deberes suman jornadas extenuantes de 10 ó 12
horas de trabajo; estudiantes con mucho tiempo, materias que estudiar y nula curiosidad por el saber; chavales
pletóricos de energía y vigor físico que se pasan los días inmersos en el más puro
sedentarismo ante toda clase de pantallas; hombres maduros que sudan la gota
gorda haciendo "running" (lo que antes fue "footing", luego "jogging" y podría dejarse por siempre en el simple y más español correr) o yo mismo, en casa y sin trabajo, en una edad
supuestamente muy productiva, con una experiencia considerable detrás, titulación, idiomas y
demás zarandajas que “poner en valor”…
Todos se van a sus ocupaciones y yo me quedo con el perro, con
Tom, nuestro cariñoso cachorro de bichón maltés. Miro a Tom y pienso que
nuestras vidas son parecidas. A los dos nos alimentan otros y tenemos más bien
poco que hacer. Se cierra la puerta según van saliendo ocupantes camino del
trabajo, el colegio, el instituto, y la casa se va quedando más y más triste. Él
se pone a mi lado, cuando busco trabajo o malgasto mi tiempo en el ordenador, y
nos miramos con aire de tristeza compartida. Los dos buscamos los rayos del benigno
sol del otoño en la terraza, extintas ya las estridencias solares del verano,
aunque él sea abstemio y yo me tome una cerveza o una copa de vino (o dos). Asiste
con interés a cómo cuido las plantas y nos damos el gusto de poder bajar al
parque a las doce o la una. Corremos ambos por la hierba, aunque él salta y se
revuelca mucho más. Y yo adoro esos despliegues de energía en que se lanza al
galope y sus fintas de hábil delantero. Son unos instantes de felicidad
elemental, prístina: atravesar el sol, la sombra de los árboles, jugar al escondite
entre los arbustos, el frescor de la hierba, hurgar entre las piñas buscando
piñones o sentir la brisa que mece y templa el aire. Algún día hasta hemos
hecho pis Tom y yo en el parque, aunque yo busco lugares más discretos. A los dos
nos da más o menos lo mismo es que sea lunes o viernes. Si nos afecta, es por
los otros. El sábado y el domingo los demás no se van o nos vamos todos juntos
de casa.
No es de extrañar que sienta que desde que se acabaron las
vacaciones va surgiendo una singular complicidad entre Tom y yo: los dos que
más horas pasan en casa. Los dos que ven con tristeza, con algún alivio
esporádico, marcharse a los demás, que reciben con alegría, como una promesa del
fin inminente de la atonía y el aburrimiento, su llegada, los dos que acuden a la puerta a recibirlos con emoción y esperanzas de animación, que no siempre se cumplen. Por las mañanas Tom dormita y yo navego por la red en busca de trabajo o entretenimiento diverso y sin rumbo predeterminado. En las
sobremesas me tumbo a leer y Tom se viene a la vera de mi cama. Pienso que le
molestan los sonidos hirientes que expele el televisor, por el que siente el
mismo desinterés que yo. También nos iguala que no soy en puridad su amo. Tom es
tan consciente como yo de que lo es mi hija. Nuestra relación es más bien la de
dos compañeros o socios.
Ahora me genera culpabilidad que hace tan sólo tres semanas,
al poco de que llegara a casa, un poco harto de limpiar cacas y pises, de tener
que salir de paseo forzoso, me preguntara para qué sirve un perro en un piso. Un
perro que no guarda una casa solitaria, que no se usa para la caza o cuidar del
ganado, ni nada parecido. Pero eso me lleva a interrogarme: ¿para qué sirvo yo?
Hago ruido, compañía, entretengo, como con evidente gusto lo que me dan y paseo
a Tom. ¿O es Tom el que me saca de paseo a mí? Termino esto y voy a ver qué
hace Tom. Se cansa de mi quietud y escasas atenciones cuando me siento ante el
ordenador. También ahora en esta tarde de septiembre, con nuestras enjutas
agendas respectivas, volvemos a ser los únicos, solitarios y silenciosos, ocupantes de la casa.
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