domingo, 20 de marzo de 2011

Japón: la catástrofe se viste de Prada

A la velocidad con la que se suceden las noticias y con la limitada capacidad del hombre contemporáneo para mantener la atención de manera prolongada sobre un mismo objeto, Japón parece ya agua pasada (juro que la expresión no va con segundas). Y eso aun persistiendo cierta incertidumbre sobre el final bastante feliz de la amenaza de desastre nuclear.

Estos días de atrás me preguntaba por qué sentíamos más el terremoto y el tsunami de Japón que otras desgracias como el terremoto de Haití (12 de enero de 2010) o el tsunami  de Indonesia, Tailandia y Sri Lanka (26 de diciembre de 2006), catástrofes ambas que se saldaron con muchos más muertos que el terremoto y tsunami de Japón.

Creo que hay varias razones para ello, por ejemplo, la abundancia de imágenes en el caso de Japón; la mucho mayor relación comercial y consiguiente efecto sobre nuestras economías y vidas; en alguna medida, el mayor conocimiento de ese país o, al menos, mayor presencia mental del mismo, es decir, que contamos con Japón, consideramos a los japoneses actores, si no principales, sí importantes en el teatro del mundo y no unos simples extras. A pesar de su irrelevancia militar, por la dimensión de su economía, Japón está en el cogollo del mundo y no en la anónima periferia en que situamos a la inmensa mayoría de la humanidad. Puede sonar cruel y materialista, pero esos esquemas mentales han arraigado en nuestra manera de pensar y de sentir. De Japón viene una parte de los coches que conducimos, de las televisiones que están en nuestras casas, de las cámaras de vídeo, de los ordenadores, las consolas y los videojuegos con que se entretienen nuestros hijos (y algunos que ya no son niños), los dibujos animados, el manga, etc.

Pero tratando de reconducir todas esas circunstancias a un concepto más amplio, a la idea fundamental, diría que lo que ocurre es que nos identificamos mucho más con el sufrimiento de los japoneses que con el de los haitianos, los tailandeses o los indonesios. Asociamos, por una pura estadística de nuestra experiencia vital, las catástrofes naturales con la pobreza, el escaso desarrollo, con el tercer mundo. Sin embargo, en el caso de Japón, hemos visto a un país superdesarrollado, a una de las mayores economías del mundo, a un país más rico que el nuestro, sufrir un azote atroz, de esos que dejan tras de sí un rastro de muerte y destrucción.

En Japón ha habido miles de muertos, muchísimos heridos graves, destrucción, angustia, miedo, pánico, imposibilidad para comunicarse por los teléfonos móviles, de viajar, escasez de alimentos, de medicinas, de agua, falta de combustible, cortes de luz,etc. Hemos visto sufrir a personas cuyas vidas, como las nuestras, parecen desarrollarse al margen de esas desgracias. Asumimos algunos peligros para nuestra vida (el cáncer, un infarto o un accidente de tráfico); pero pensamos que estamos totalmente a salvo de amenazas tales como las catástrofes naturales o la guerra. Creemos que nuestro bienestar material, nuestras instituciones políticas estables, nuestra avanzada tecnología, nos hacen por entero inmunes a ello. Creíamos también que nuestras centrales nucleares eran absolutamente seguras y que desastres como el de Chernobil sólo podían ocurrir en un sistema que se desmoronaba, como el comunista de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (la URSS), un nombre que sonará extrañísimo a las generaciones más jóvenes.

Todas esas certidumbres de pronto se esfuman y la realidad nos fuerza a ser humildes, a no poder seguir ignorando la vulnerabilidad de la condición humana, la cual compartimos, aunque sea de manera efímera y excepcional, con todos los desheredados de la tierra, con esos pobrecitos a los que vemos sufrir en las noticias y a los que, en el mejor de los casos, dedicamos algún pensamiento compasivo de vez en cuando y algún que otro donativo.

En Japón hemos visto el pánico, el desvalimiento, la desorientación de cientos de miles de personas bien alimentadas, aseadas, con estudios, impecablemente vestidas. Hemos visto a la ropa de Armani, de Zegna, de Calvin Klein, de Gucci, de Dior, de Prada convivir con la catástrofe, la hemos visto en la antítesis de la belleza, el lujo y el placer, en las antípodas de la felicidad que promete su publicidad y que, llegamos a creernos, se puede comprar. Hemos visto volver al hombre de la sociedad de la abundancia e "hipertecnologizada" al más primario y elemental de los deseos, a la más básica de las aspiraciones: seguir vivos él y sus seres queridos.

No hay comentarios: